Permanecí sin embargo en aquel lluvioso pueblo por todo el invierno, y salí por fin para el anhelado París el 3 de febrero de 1834. Logré la gran casualidad de ir absolutamente solo en un carruaje donde se acomodaban hasta 18 pasajeros, y así solía ir tendido, y ocurrieron chascos chistosos en las posadas. Llegamos tarde a la gran fonda de Orleans, y al estruendo de la diligencia, amo, dueña, criados y criadas, en fin se vació la casa para acudir a la calle y recibir y obsequiar desde el momento de su desembarco a la soñada caterva de los huéspedes, y cuando se encontraron con mi personita monda y escueta, me preguntaron todos mohínos por los demás caballeros; quedan por ahora en Burdeos, les dije, ya vendrán a su tiempo. Subí y me encontré con una mesa opípara de veinte cubiertos. Me arrinconé en una esquinita, y contentándome con un exquisita crema y algún platito de pescado, tiré sobre el mantel mis dos pesetillas que era la cuota, y volví a tenderme en mi lecho
rápido rodante, como llama ridículamente Arriaza a la carroza del Sol.
Con la priesa de salir del lluvioso y tristísimo Burdeos, se me desasieron dos especies del magín. La primerísima es que vi a la
fontanera Laura en su gran casa propia, sita en una de las calles-paseos principales del pueblo; y aunque doliente y desmejorada, se mostró siempre fina y en extremo agradecida al esmero de mis visitillas. Le recordé mi adivinanza del nombre, y se sonrió placenteramente.
El segundo y harto ridículo recuerdo es la
valencianada de un librero que en un fárrago llamado
Gramática, impreso en París, tuvo a bien ponernos de oro y azul a mi compañero Vargas-Ponce y a mí. Es de notar que no digo una octava, sino un solo verso de la Proclama del solterón de Vargas vale infinitamente más que cuanto puede abortar en su vida el criticastro. En cuanto a mí, le escribí expresivamente desde Burdeos, y guardó como varón prudente la respuesta para mejor ocasión... Vi repetidas veces al sandio, sin darme jamás por entendido en París, y como siempre se hace favor a los mentecatos, creí que se desdiría completamente de su adefesio. Ahora parece que en la realidad o en la apariencia ha reimpreso, recalcándose en su irracionalidad, el tomote en su patria. Ea pues, el desdichado Vargas yace lastimosamente en la huesa, dejándose por acá valencianos y otros muchos que ocuparían dignísimamente su lugar, y así a moro muerto gran lanzada; pero, ola Seo Agresorcillo menguado, yo estoy por acá vivo, campante y campechano, y así corre V. por mi cuenta, y quedará servidísimo por parte de entrambos. A la prueba me remito. Volvamos a nuestro viaje.
Mal-haya el afán de estrechar mi narrativa que me traspone recuerdos apreciables. Al pasar por el antiguo Poitú vi gran parte de las praderas donde se cría el ganado mular que desangra a mi Aragón con lo excesivo del precio. Poitiers es un pueblote ramplón como los de nuestra Castilla la Vieja; el paseillo sobre el río es gracioso. Tours ya tiene otro aspecto, y sobre todo a su salida hasta Blois por espacio de 12 leguas se disfruta el precioso aspecto de la faja plateada, mansa y anchurosa del Loira, salpicada toda de embarcaciones que suben, bajan, cruzan y se mantienen inmobles con la pesca, al paso que las orillas están muy arboladas, con los intermediarios cuajados de gallarda sementera, ofreciendo siempre una perspectiva risueña y verdaderamente encantadora.
PARÍS
Llegamos en la madrugada del 6. Por las cercanías no fue tanta la confusión de carros, tropiezos y gentío que yo me había figurado, pero luego en el interior quedó bien satisfecha mi expectación. El estruendo de carruajes que iban, venían, al paso, al trote, salpicando de agua y lodo a todo viviente, crecía por puntos.
Atravesamos la ruidosa calle de Richelieu, y apenas nos apeamos de la diligencia, me condujeron por allí cerca a una fonda donde permanecí toda la temporada de mi mansión, y cuyos primores he procurado retratar al vivo y muy por dentro en mi ya concluida comedia en cinco actos y en verso, intitulada así mismo
la Fonda de París.
El mantenimiento no está caro, pues la comida bastante regular y sobre todo de excelentes asados, cuya hora era a las 6 de la tarde, y por supuesto sin cena, costaba unos siete reales vellón; pero luego el desayuno aparte, el cuarto aparte, su aseo aparte, la leña para la chimenea aparte, la luz aparte, etc., etc., formaban tantos apartes que los infinitos destacamentos venían a componer un ejército de redoblados desembolsos.
Tenía enfrente la Biblioteca Real, donde hay más de un millón de impresos y cientos de miles de manuscritos. Fui al que hacía de superior, que sería alguno de los Bibliotecarios principales, y habiendo regalado al establecimiento mi cuadernito de Poesías en varios idiomas, recién impreso en Burdeos, lo recibió con suma cortesanía. Preguntéle si entendía el castellano, y por su contestación negativa, no vine a formar un concepto muy encumbrado de su literatura.
Se observa silencioso decoro, y he visto señoritas muy lindas leyendo entre los hombres, sin que a nadie le ocurriese el desmandarse con ellas, ni mucho menos interrumpirlas. Hay asientos finos y mesas magníficas con pluma y tintero, sin papel, por toda la tirantez de la sala, muy espaciosa y cuajada en derredor de los correspondientes estantes; pero generalmente hay que esperar a que alguno de los muchos sirvientes traiga de las salas interiores el libro que se apetece.
Yo pedí las Poesías de la célebre Beldad Vittoria Colona, viuda de nuestro ínclito D. Fernando Dávalos, Marqués de Percara, el vencedor de Pavía, y desconfiando de que estuvieran, registramos el grande índice italiano, donde aparecieron cuatro ediciones, y diciéndome cual me hacía el caso, contesté la que estuviera más a la mano, como en efecto inmediatamente me la trajeron. Estos índices todos están puestos por idiomas y por materias con sumo despejo y aseo, en tomos de a folio perfectamente encuadernados a la holandesa, esto es, un pergamino interiormente entablillado.
A los ocho u diez días de mi llegada, me convidaron por la noche para la tarde siguiente a una función de Artistas, que con motivo de la renovación de Presidente de su sociedad libre de Nobles Artes, se celebraba en la fonda magnífica del Chatelet. Por la madrugada se me antojó el farfullar una especie de Oda en francés, y se despaviló en efecto durante la mañana, copiándola luego con algunos retoquillos, afán violentísimo para mis despachaderas. Llegada la hora, acudimos otro Español y yo, los demás todos eran Arquitectos, Pintores, Músicos, Poetas, etc, del país. Eramos al todo 63 de mesa, sobre cuya tirantez había hasta siete grandiosas arañas, y además de los convidados, andaban por allí no sé con qué motivo, otras gentes.
A los extranjeros nos colocaron por vía de obsequio, hacia el medio de la sala; llegaron los postres, y como nadie anunciaba prosa ni versos, dije a mi vecino que traía una composición poética para leerles, si no había inconveniente. Corrió la voz hasta el Presidente, que estaba cerca, y todos celebraron en extremo el pensamiento. Entonces puesto en pie, dije por supuesto en francés, Señores, esta composición sobre un asunto tan trascendental se ha ideado y extendido esta mañana, y así no podrá menos de adolecer de sumo desaliño; luego la entonación castellana no será muy adecuada para la declamación francesa, pero así como es, allá va.
En seguida empecé, seguí y concluí mi recitado con toda la extensión de mi voz nada escasa, y con la misma frescura y entereza que si hablase en medio de una de mis tertulias zaragozanas. Apenas dije el último verso, se disparó un aplauso tan extraordinario, que harto de hacer acatamientos al frente, y a diestro y siniestro, ya me había sentado cuando todavía duraba el palmoteo.
No paró en esto el agasajo, sino que se puso en pie el Presidente y pronunció repentinamente una arenga en mi elogio, de modo que yo siendo enemiguísimo de Baco, y por consiguiente, no puediendo ser poeta según lo de Horacio apoyado en Demócrito, hube de tomar una gran copa del espumoso Champagne, e ir por la espalda en busca del Presidente, para hacerle mi brindis, que celebró y repitió todo el concurso. En seguida se me nombró individuo de la Sociedad por aclamación, cuyo diploma, llamándome poeta en todas las lenguas de Babel, tengo en mi poder. Luego en el diario u más bien semanario de los Artistas, se hizo mención muy especial de la función y de mi oda, que se mandó imprimir en las Actas, como también la composición que leí en hacimiento de gracias por mi honorífico nombramiento.
Por entonces los papeles públicos, y especialmente el Correo francés, hablaron con elogio de mis Poesías políglotas, y habiendo yo dado al Conde de Colomby, a la sazón enviado nuestro, una porción de ejemplares con este intento, corrieron por todo el cuerpo diplomático de aquella capital.
Ocurrió que un periódico de los más afamados de París zahirió desaforadamente a un objeto encumbrado, lastimando así en nuestro dictamen el honor nacional. Montado en indignación como los demás Españoles, trabajé con esmero en sustancia una sola composición en castellano, italiano y francés, pero antes de darla a la prensa, juzgamos era del caso contar con el beneplácito del Gobierno. Se envió la triple cantamusa a Madrid por la embajada, y juntamente escribí de oficio y de amistad a Martínez de la Rosa; pero el Ministro literato, ateniéndose a aquello de
Al buen callar le llaman Sancho, estuvo sanchísimo conmigo, pues no tuvo a bien contestarme.
Llegó en esto de Embajador mi antiguo amigo el Duque de Frías, y como también poetiza y con garbo cuando pone algún esmero, disfruté desde luego con la mesa su amena compañía.
Sobrevino la intentona republicana de León, con entronques en la Capital. Es de advertir que entre París y su rastro hay ciento y veinte mil guardias nacionales, disciplinados a la veterana, y en asomando el peligro, soldado raso que tal vez disfruta veinte mil o más duros de renta, da un besito al niño, un abrazo a la esposa, y empuñando el arma se marcha alegremente en busca de un balazo; y así la noche del 13 al 14 de abril, el Gobierno en media hora puso cuarenta mil combatientes con su artillería sobre el baluarte y las inmediaciones de la Magdalena, que está a su entrada. Dos batallones de Guardias, a pesar de la oposición de la soldadesca que pretendía ir delante, asaltaron con el arma al brazo, y sin hacer fuego, los atajadizos, vallas o
barricadas de los revoltosos, y con poquísimas desgracias se disipó el alboroto en un momento. Lo que extrañamos los curiosos, fue que en medio de la conmoción de la tropa, de las carreras de las ordenanzas y el inmenso aparato, las señoras anduviesen por las calles con el mismo sosiego y con la total indiferencia que las demás noches.
He hablado antes de la Biblioteca; todo París viene a ser una librería perpetua. Además de las tiendas principales, que son muchísimas y perfectamente surtidas, el Baluarte, plazuelas, pretiles, antepechos de puentes, todo asoma cuajado de obras, que aun siendo absolutamente nuevas, se suelen dar por menos de la mitad del precio que tienen señalado en la portada o en el lomo; de modo que un sujeto de algunas facultades, con una cantidad corta en un rato puede acabalarse una biblioteca selectísima; y así se hace forzosa los aficionados el pasar de largo, pues en clavando la vista, se cayó en la tentación.
Vamos a los teatros. Son de 14 a 16 los corrientes. Sus edificios, aunque generalmente muy adornados por dentro, no pasan de medianos, excepto el de la ópera grande, que es capacísimo, superior al muy hermoso de Burdeos, y perfectamente servido en decoraciones, comparsa, orquesta, etc.; su entrada por tanto es muy subida de punto (6 pesetas el asiento inferior), y en los otros tampoco es muy cómoda. En este asunto ¿cómo podemos desentendernos del renglón principal, quiero decir, de la parte del ingenio? Allá va pues mi opinión sincerísima como siempre.
Ya me supone a mí bien el Tío Aristóteles con su chapuz apellidado
Poética, cuajada toda de pedanterías gramaticales, pero me priva la razón en todas materias, y es bien sabido que el Arte estriba en la naturaleza selecta y atinadamente mejorada, pues para ponerla en bruto a la vista no hay más que hocicar con ella misma.
Los anovelados, o como dicen bárbaramente
románticos, ya que blasonan de escrupulosísimos
naturalistas, no tienen más que ostentar en el centro de sus augustas decoraciones, una magnífica letrina, y allí disfrutar las correspondientes operaciones, que por desgracia son todas naturalísimas; y a buen seguro que para todo sujeto pundonoroso no son menos hediondos y abominables los forajidos o galeotes tan íntimos de los ingeniazos modernos, que los más pestíferos albañales, sus dignísimos solios.
Dale con que los
racinistas siguen servilmente el carril trillado, y que las trabas esterilizan el ingenio, etc. Racine adolece de nulidades fundamentales, como son la uniformidad en la contextura de sus acciones, sus confidentes pegadizos e inverosímiles, la afeminación de sus héroes, etc. etc; pero los vaivenes y disparos de su Fedra, las imprecaciones de Clitemnestra en la Ifigenia, el eslabonamiento cabal de sus escenas, la elegancia perpetua, etc. no tienen igual en teatro alguno. El que más se acerca a la perfección en su conjunto es sin duda Alfieri, pero atropella quizá demasiado el raudal de la acción, alarga inverosímilmente sus soliloquios, y como confiesa él mismo, vacía generalmente sus planes en una propia turquesa.
En fin, de mí sé decir que con todas mis arrebatadas despachaderas, necesito un mesecillo para componer una comedia no perfecta, pues no cabe en lo humano, sino medio regular, y por el
contragénero, u la bastardísima ralea que ahora está plagando y embelesando a París, me comprometo a salir en una semana a disparatorio por día, y a los asuntos que se me vayan proponiendo, con el buen seguro de que mis desatinos y mentecateces no irán en zaga a las de Scribe, Hugo y demás piara de barbarizantes.
El azote más crudo, el escritor más descollante contra la irracionalidad del día es Mr. Nizzard, a quien visité, y me recibió con sumo agasajo. Díjele que trataba con excesiva contemplación, y no varapaleaba como merecían, a los prevaricadores. Eso consistirá, me contestó con halagüeña suavidad, en que como me he criado entre ellos, me habré contagiado algún tanto; y V. Como que entra en este ambiente epidémico de nuevo y con toda su pureza, se indispone y se encrespa a los primeros hálitos que le asaltan. Todo cabe, le dije, y quedamos absolutamente conformes en lo sustancial de nuestras opiniones.
Dícese que en anunciando alguna de las obras maestras de sus antiguos oráculos, quedan los teatros desiertos. No sucede tal. Apenas vi en un cartel la Escuela de las mujeres de Moliere, fui allá, y me encontré con la casa llena. Era en el llamado por antonomasia Teatro francés, y por cierto que los hombres desempeñaron sus papeles a las mil maravillas, y yo, con todas mis ínfulas de representante, tuve no poco que aprender. Las hembras estuvieron flojas, pues la primera espada Mademoiselle Mars se hallaba enferma.
Al par de la dramática yacen los demás ramos de poesía, y se puede afirmar con verdad que el Parnaso francés viene a ser actualmente un desierto; pues aunque Pongerville ha traducido bien a Lucrecio, Barthelemy versifica con facilidad, y el llorón La Martine con sus yertos sollozos logra aceptación, parece innegable que en el día no hay un Poeta, ni un Orador eminente en toda la Francia.
En esta mengua o fallecimiento de artes tan esclarecidas, florecen por el contrario, u más bien fructifican asombrosamente las Ciencias. ¿Quién será en efecto el que cuente la caterva de profesores apreciables, si no consumados, que hay solo en París?
Todos los lunes a las tres de la tarde se celebra sesión pública de la Academia de Ciencias, y el Secretario emplea larguísimo rato en leer únicamente los títulos de las memorias u obras extensas que han sobrevenido en la semana. Los sabios de todas las naciones compiten ansiosos por enviar el fruto de sus tareas al umbral de aquel su verdadero santuario. Acabado el anuncio de los escritos recién-venidos, los relatores de cada comisión se van presentando a dar cuenta de su dictamen acerca de los escritos que les han pasado a su censura; y luego el cuerpo entero determina la calificación del mérito de las obras, encargándose o no de su publicación.
Observé que las más de las memorias solían ser de Química, de Astronomía y de Maquinaria, y bastante de Medicina, Botánica, etc. Vi por lo más presidir a Gay-Lussac, el mismo que subió años pasados en un globo para experimentar las propiedades del ambiente de la atmósfera, y hechas sus observaciones con los finísimos instrumentos que llevaba al intento, se apeó majestuosamente de su barquilla por las inmediaciones de la Capital. Aquellos académicos no parecen franceses, según su circunspección y señorío, y todo mi pesar era no gozar facultades para ir con mi carruaje y llevarme dos o tres de ellos a comer conmigo después de cada sesión.
Fui también a la escuela de Medicina, aunque muy distante. Oí primero la lección regular de un Catedrático para mí desconocido; luego salió Broussais, y se puso a explicar con despejo y propiedad el carácter de la calentura resultante de la lesión de un brazo, pierna o cualquiera otro miembro; y por último se apareció nuestro ínclito Orfila, Decano de la facultad de Medicina, y Catedrático de Química. Desempeñó su explicación con expedita maestría, tuvo muchos aplausos, y en la lección siguiente le escarnecieron e insultaron los republicanos. Los arrostró con mucho denuedo, pero siguieron silbando, y de resultas suspendió el curso y se mantuvo en su resolución todo el año.
Cuando Luciano Bonaparte vino a Madrid, de embajador de su hermano, se trajo a Mr. Arnaud, autor de Mario en los pantanos de Minturno, tragedia apreciable, de Blanca y Moncassin que vale menos, y de otros varios escritos. Nos conocimos, y sabiendo yo que era Secretario del Instituto, y tenía allí su vivienda, fui a visitarle. Me recibió con entusiasmo, nombrándome al golpe como traductor de Tácito. Me proporcionó que me franqueasen la biblioteca de la Academia de Ciencias; me hubiera también facilitado comodidad para las funciones de la Academia francesa, pero ciñéndose su instituto a objetos más puramente nacionales, y estando ya emponzoñada con la admisión de individuos de la nueva escuela antipoética, su asistencia no ofrecía para mí el menor asomo de interés.
Estos vuelos y este caos de opiniones se hacen indispensables, donde todas las clases de ambos sexos literatean con el mismo desenfreno. Llegó a mis manos un cuadernito sobre educación, recién-publicado por una Madama Dauriat, absolutamente desconocida para mí, pero me prendó su lenguaje, y tuve la aciaga humorada de hacer unos versos franceses en su elogio. Llegaron a sus manos, y habiéndolos celebrado sobremanera, manifestó deseos de conocerme, con lo cual mi fogosilla fantasía ya soñó encuentros anovelados y logros peregrinos. Acompañóme un faraute a la augusta morada de la Clori. No estaba lejos de mi casa, y llegados a la puerta, empezamos a subir con garbo la escalera en alas de mi palpitante anhelo. Habíamos traspuesto sesenta o setenta gradas, sin que asomase el término de nuestro encumbramiento, cuando pregunté a mi acompañante si me conducía a algún observatorio astronómico; apenas me contestó, y seguimos subiendo e hijadeando, hasta que llegados al fin de la escalera, no podía menos de estar allí la entrada.
Llamamos, y salió una zafia Maritornes que nos condujo al santuario. Este era una guardilla mal pintarrascada, y en una especie de capillita formada por las pechinas de la ventana, se apareció el objeto de nuestras fervorosas ansias. Erase una dama añeja, de tez verdi-ahumada, y ojos invisibles por lo hundidos, y de cuerpo largo y descarnado. Púsose en pie sin soltar la pluma, y se sonrió enseñándonos su escasa y descomunal dentadura. Diome las gracias por mis versos, y yo tartamudée dos o tres simplezas.
El acompañante le manifestó que se había determinado en no sé qué sociedad el retratarla, en premio de su discurso. Yo me puse a trasudar temeroso de verme comprometido con aquel insulto; pero él insistió pidiéndole día y hora para poner manos a la obra, y entonces vi que la Harpía se convertía el agasajo en sustancia, pues sonriéndose desencajadamente, dijo que estaba a la sazón trabajando un discurso académico y a su tiempo avisaría. ¿Es posible, estaba yo diciendo en mi interior, que aun cuando a esta fatuísima hambrienta le produjesen sus escritos alguna ayudilla de costa que lo dudo mucho, se deje alucinar hasta el punto de encararse con un pintor de profesión? Sin duda no ha leído lo del Fabulista que, hablando del oso, dice: si toma mi parecer nunca se hará retratar.
En fin después de un rato considerable, en que estuvo de cuerpo presente, nos despidimos y volvimos a nuestra interminable escalera. Tuve la prolijidad de contar las gradas, y resultaron 121. Llegué a la calle mareado con tantas vueltas y revueltas, y maldije de mis versos, de Madama Dauriat, de mi mareo y de mi expedición.
De allí a tres o cuatro días, el mismo acompañante me llevó de noche y en carruaje, a oír un Repentista que lucía,
por cuanto vos, sus habilidades en una de las escuelas del Instituto. La concurrencia era crecida y brillante, y el primer objeto que se me deparó fue Madama Dauriat con un vestido de raso verde, y un sombrero muy encintado que la afeaban y entarascaban de remate. Por aquella vez se salió del paso con la baratura de un acatamiento, y pudimos alejarnos lo suficiente para ponernos en salvo de sus flechazos asustantes.
El repentista pidió tres asuntos para escoger uno, y el que tomó fue la muerte de María Estuardo reina de Escocia. Con las idas y venidas, los aspamientos, alaridos y contorsiones de la declamación trágica francesa, el hombre se iba tomando tiempo para andar fabricando sus versos; pero si no lo hizo con la fluidez y desembarazo de los repentistas italianos, favorecidos por la pastosidad y sonsonete del idioma, él fraguó sus diálogos, enhiló sus consonantes, y salió del empeño mucho más airoso de lo que yo esperaba.
Los saltimbanquis y faranduleros de todas cataduras hierven por calles, plazas y paseos. Unos son sacamuelas, otros brindan con una bomba para encajarla en un tonel colgado de algún árbol, otros traquetean los dados o las figurillas que tienen sobre los cajetines de sus mesas, y juegan solos para convocar a los circunstantes distraídos y desdeñosos, etc. etc. Uno vi que convidaba a grandes voces con su enorme telescopio para verle el rostro ceñudo y macilento al planeta Saturno que asomaba en efecto sobre el horizonte; pero no vi devotos ni al telescopio ni al planeta, y todos pasaban de largo, dejando vocear a sus anchuras al pregonero.
Esto era en los campos Eliseos, paseo dilatado y hermosísimo casi a la orilla del Sena, y terminado por la puerta llamada de la Estrella con un arco triunfal ya casi concluido, y que me pareció pesado y sin arrojo ni gallardía.
En este paseo ya a la primavera, tras un palenque levantan una especie de teatrito u andamio circular, donde se coloca la orquesta que ejecuta conciertos asombrosos. Se paga una friolera por la entrada, pero el que quiere puede excusarse este gastillo, pues se oye desde fuera como si se estuviese en el interior; y por cierto que el verano pasado disfruté allí la música más original y peregrina que jamás he oído; pero conceptué que faltaba fuerza de instrumentos para el cabal complemento de la melodía.
Este sitio es muy notable por la particularidad que voy a referir. Como a media legua de la citada puerta de la Estrella, en un paraje llamado
Longs-Champs, Campos largos, hubo un convento, si mal no me acuerdo de Monjas, donde se celebraban los oficios de semana santa con extraordinaria pompa y solemnidad. Con este motivo todo París acudía jueves y viernes con miles de carruajes y caballos, además de la infantería, echando el resto de su lujo y brillantez. Monjas, lamentaciones y convento acabaron, pero sigue la concurrencia esplendorosa al paseo y al camino, y hube de dar mi asomada como uno de tantos curiosos. Acerquéme a comprar bollos y pastelillos a una muchacha de buen parecer. Preguntéle si eran de su mano -como qué, al amasarlas esta noche he oído la una -¿Y esas uñas tan largas y mugrientas han revuelto la masa? Ahí están los bollos, quédese V. con el dinero. Entonces me aseguró toda sonrojada, que no había sido ella la amasadora y me había querido embromar; pero en suma la tal muchacha y sus uñas manifiestan que todo el mundo es país. Vamos al extremo opuesto.
Apareciose un tren descollante, y con su caja, ruedas, jaeces y libreas, azulado todo, por donde inferí, que el dueño sería también de azulísima sangre. Tiraban ostentosa y erguidamente el carruaje nada menos que ocho caballos rozagantes como los del sol, y pasado el primer deslumbramiento, conocimos al Señor Aguado, Marqués de las
Marismas, a cuya suntuosidad oriental en aquella competencia muy
terrestre, debió la España la peregrina gloria de que uno de sus hijos sobresaliese a todos los concurrentes y eclipsase tantísimos blasones como le rodeaban. Dicen que posee de diez a doce millones de duros, y yo añado que con a centésima parte sería felices cien familias de Aragón, cuyas virtudes quizás no irán muy en zaga a cuantas puede atesorar en sus gavetas el riquísimo Señor Marqués de las Marismas.
Hablemos ya de mi sitio predilecto, y donde solía yo pasar todas las mañanas de dos a tres horas, quiero decir del paseo de los Tejares o las Tuilerías. Fórmalo un bosque anchuroso de agigantados castaños de Indias, que en la primavera cada uno viene a ser un inmenso ramillete, cuajado de bulliciosas, revolantes y sonoras avecillas que exhalan sus ardores en confusa y halagüeña melodía. El verdor intenso de los árboles se refleja y realza con los visos plateados de las fuentes y estanques, cuya magnificencia campea entre los grupos y estatuas que descuellan de trecho en trecho. Frecuentan y animan el sitio a toda hora damas brillantísimas, que forman tertulias, hacen labor, ven correr, saltar y juguetear a sus niños, o leen los periódicos que se reparten en tres garitones a sus competentes distancias, a sueldo (cuarto y medio) por la lectura de cada uno. Tampoco faltan galanes, no tan afectados y botarates como generalmente se cree, sino dedicados por lo más a repasar gacetas, o libros que traen al intento en el bolsillo.
No se precian de obsequiosos con las damas, quienes sin embargo suelen manifestar finísimo agrado, pues cuantas veces, que venía a ser todos los días, me he llegado a hablarlas, han tenido a bien contestarme con suma atención.
Entre las varias que se hallaron en este caso, ocurrió que estando ya leyendo un periódico, vinieron dos a sentarse a mi lado, que al golpe comprendí que eran madre e hija. Esta llevaba un sombrero negro con cintas y gasas blancas y un vestido elegante de color. Púsose luego a hacer su labor con una especie de almohadilla o acerico tan primoroso que no pude menos de preguntarle el nombre de aquel mueble y el paraje donde lo había comprado. Díjome uno y otro, y luego tras varias conversaciones se rodeó la del teatro, sobre el cual me dijo que le incomodaba lo nuevo, y que llamaban antigualla a lo anterior y exquisito. Con este antecedente le presenté mi cuadernito de poesías que llevaba en la faltriquera, y manifestándome candorosamente que no entendía más lengua que la suya, se puso a leer intensamente la parte francesa.
Entretanto, sabido su nombre que era Amaranta, conversando con la Madre, vine a idear una cosilla en verso francés, como la ejecuten en efecto, no pudiéndola escribir sino confusamente con el lapicero. Sonrióse expresivamente, y habiéndole ofrecido la pequeñísima expresión de mi cuadernito, agradeciéndolo mucho, lo metió en su bolsa. Llegó la hora de marcharse, y observando el rumbo que tomaban, acudí muy diligente a devolver mi periódico, volví corriendo a incorporarme con ánimo de preguntarles su paradero y decirles el mío; mas entre la gente y los árboles se me barajaron de modo que ni las vi ya entonces, ni las he vuelto a ver más, a pesar de haber permanecido todavía en París algún tiempo.
Otra aventura me sucedió en el mismo sitio con un sujeto demasiado conocido en toda España y en los demás países de Europa.
El día de la Ascensión se me antojó ir a la Embajada; y como allí se comía muy tarde, y era una de las poquísimas fiestas que han quedado en Francia, el paseo debía estar concurridísimo. Fuíme pues para hacer tiempo a las Tuilerías, embosquéme hacia el centro, y en una de las calles interiores, me encontré con un Francés llamado Esmenard, que había vivido mucho en Madrid, hablaba castellano como los naturales. Iba en su compañía un sujeto de alguna edad, grueso, pero ágil y de una traza regular. Llevaba levita azul y un cintita de condecoración en el ojal. Juzgué que era algún general francés de los muchos que hay allí retirados, y al incorporarme, por no incurrir en la malísima crianza tan común de usar una lengua que no entienden todos los presentes, les saludé, y me puse a hablar en francés. Advertí luego que el desconocido se desviaba algún tanto, y como por otra parte su compañía no me interesaba en gran manera, me separé muy pronto. Al despedirme, díjome Esmenard en castellano, tenemos que hablar. -Cuando usted quiera, le contesté, y quedamos aplazados para la mañana siguiente en mi casa.
Apenas nos vimos, me preguntó Esmenard, ¿no conoció V. a aquel que venía conmigo ayer tarde? -No por cierto, le contesté, sería algún general francés -qué general, ni calabaza; si era Godoy. Verá V. lo que pasó luego, añadió; como nos oyó hablar castellano, me dijo, ese parece español, y habiéndole respondido quien era V., contestó, pues no conozco otra cosa, ya siento no haberle hablado -me pareció que le disgustaba mi presencia -es que, dijo entonces Esmenar, en viendo una persona extraña se sobresalta todo, y más si se le figura que puede ser español -¿que le dura todavía la paura de Aranjuez? -Así parece, dijo y hablamos de otros asuntos.
Pasado tres o cuatro días, acabado de comer, y en un pasadizo de los famosos de París, que venía a caer debajo de mi cuarto, me encuentro con el susodicho, se para, se sonríe y me dice; quiero conocer a V. -puede ser, le contesté, y le decliné mi nombre -ya le dije la otra tarde a Esmenard que le conocía a V. mucho -no sé cómo puede ser eso, le repliqué, encogiéndome de hombros, porque yo no iba por allá -aunque la persona no venía, me dijo (con halagüeña sonrisa), me llegaban los escritos, y siguió en estos términos, casi requebrándome como a una Dulcinea; por donde inferí que no era tan irracional como suponíamos y pregonábamos cuantos no lo habíamos tratado.
Parece que está escribiendo unas memorias que el Esmenard traducía en francés, sobre el tiempo de su ministerio u más bien reinado, que podrán contener interioridades sumamente interesantes. Con este motivo y sin pretender visitarle, se me antojó dirigirle unos versos, sin asomo de adulación ni de insulto, tratándole al contrario de náufrago, exhortándole a continuar su obra con la veracidad que requiere la imparcialidad histórica.
Su grande escozor consiste en lo mucho que se le sindica y acrimina por su saña implacable con Saavedra y Jovellanos, los ídolos de la nación, y parece quiere sincerarse con la necesidad que tuvo de resguardarse de unos enemigos que trataban de exterminarlo a todo trance. No hará poco si acierta a despejar esta incógnita. Allá veremos.
Ya que hablamos de personajes, allá van dos renglones acerca de otro perillan, que, en cuanto a despotismo, ha sido un segundo Godoy. Vi varias veces, más por curiosidad que por otro impulso, a mi ínclito paisano Calomarde en su fonda de Douvres, calle magnífica de la Paz, y vistas al Baluarte. Repito lo que ya tengo dicho en París mismo, a saber, que no he conocido jamás ente más despreciable por estampa, por modales, por pensamientos y por palabras. Volvamos a mis queridísimas Tuilerías.
Hay un terrado largo y arbolado como todo lo demás que domina el pretil y el río. Se sale por la puerta del medio día, inmediata al palacio, y se encuentra luego el puente llamado de las Artes, desde el cual se disfruta una perspectiva en extremo teatral. Mirando al medio día, por el frente se domina el pretil de Voltaire, con el bullicioso hervidero del gentío que va y viene, entra y sale de infinitas tiendas más o menos anchurosas y opulentas. Hacia la izquierda asoma el edificio del Instituto, recordando especies grandiosas del santuario científico del universo. Acompáñale la Biblioteca del Cardenal Mazarini, que atesora un sinnúmero de manuscritos preciosísimos. Luego la casa de la Moneda, y hacia el último término descuella el Panteón, antes Santa Genoveva, de que se hablará a su tiempo.
Mirando al río, se ven larguísimas almadías de madera o de leña, barcos que suben y bajan, y otros parados que sirven de lavaderos. Allí mismo hay baños aseadísimos y lujosos, para hombres y mujeres, con la debida separación; y lo que parece increíble, también está sobre el agua el Hospital de Dios,
(l'Hotel-Dieu) al cargo del célebre Broussais; y he visto en días apacibles a los convalecientes pasearse por un terrado sobre el mismo río, por donde se echa de ver, particularmente en un clima lluvioso, cuantas y cuan perniciosas serán las humedades en aquella situación. Bien-haya por esta parte Burdeos, en cuyo anchuroso Hospital, todo se vuelve desahogo, aseo, ventilación, y estoy por decir, sublimidad. Se asegura que antes en los hospitales de París se hacinaban dos o tres y más enfermos en una cama; en el día está a lo menos remediado tan espantoso abandono.
Volviendo a mi descripción, se descubren hacia levante varios puentes, unos sobre el Bievre, (riachuelo que se une dentro de la ciudad con el Sena) y los demás sobre este, siendo en el recinto del pueblo hasta 14. Se alcanza a ver a larguísima distancia, por la parte del mismo levante, el caserío siempre ostentoso de la ribera, y luego mirando al norte, sobresale la iglesia de Nuestra Señora,
Notre Dame, con su elevadísimo crucero y torres antiguas, como todo el edificio. Se aparece más acá, pero de malísimo gusto, pues ni es antiguo ni moderno, ni gótico, ni arábigo, la casa de la ciudad, y todavía más cerca la plazuela del Chatelet con su columna de la Victoria en medio, y al frente la gran fonda donde fue nuestra función. En los intermedios, puentes y pretiles, todo es anchuroso y comodísimo, y la estatua ecuestre de Enrique IV, etc.
Osténtase el magnífico Louvre, cuya columnata principal, ya denegrida y afeada con la humedad, mira al norte, y en la inmediación está el palacio de las Tuilerías, formado de cuerpos tan diversos, que carece absolutamente de unidad. Se trata de unir estos dos edificios por medio de obras inmensas en el espacio que los separa, y entonces el Rey, que ahora habita las Tuilerías, tendrá por cas una ciudad para pasearse a sus anchuras. Como quiera, esta unión se me antoja el enlace de uno de los mejores partos de Moliere con algún comediote de los del nuevo cuño.
Siguiendo hacia la izquierda, la vista se recrea con las arboledas inmensas de las Tuilerías y de los campos Eliseos, y luego con la corriente mansa y plateada del Sena que encajonan siempre leguas de magníficos arrecifes, y realzan los diversos puentes, siendo el inmediato, llamado Real, adornado con preciosas estatuas de varones esclarecidos. A su extremo del medio día asoma una gran fábrica donde se junta la cámara de los Diputados; a continuación se extiende el paseo que conduce a los Inválidos, cuyo hermoso cimborio se encubra por los aires, y por término se aparece la llanura del campo de Marte, capaz de contener ejércitos enteros, y en su extremo del medio día se levanta la Escuela Militar.
Llama también la atención el remedo del obelisco egipcio con sus jeroglíficos (pues el original yace todavía en su barco) hasta tanto que esté corriente su basamento, para colocarlos a la entrada en la gran plaza de Luis XVIII, por el puente de las estatuas.
Desde este punto se descubre la fachada hermosísima del precioso templo de la Magdalena, que se está concluyendo, al cargo del Presidente de nuestra Sociedad, el mismo que me favoreció tanto la noche de mi aparición. Quizás el frente o anchura no guarda proporción con su tirantez o longitud, pero los adornos son muy elegantes, y las columnas hermosísimas por su gallardía y su blancura... pero por desgracia esta última desaparecerá muy pronto, y se ajará por consiguiente su brillantez.
Allí empieza el famoso Baluarte, que lo fue en realidad, pues terminaba allí el pueblo que después ha crecido inmensamente por aquella parte, y conserva el antiguo nombre, siendo un paseo de cerca de una legua, que se termina donde estaba la horrorosa prisión de la Bastilla, convertida ahora en fuente con la figura de un elefante. Los árboles hacia el centro padecieron muchísimo en la chamusquina de últimos de julio del año de 30; pero se van restableciendo.
Es paraje concurridísimo a toda hora, y la brillantez de ambos sexos suele sentarse como en las Tuilerías, pero por lo más delante de los cafés. Estos son lujosísimos con espejos de una sola pieza y de tres o más varas de alto. La distribución está por la inversa que en la Rambla de Barcelona, donde el trajín va por las orillas y los paseantes por el centro, y allá el interior es para los carruajes y las aceras para la gente.
En anocheciendo aquel es uno de los principales cazaderos de las damas, como dicen allí, de regocijo, esto es, de las rameras. De algunos años acá están excluidas de las Tuilerías y del Palacio Real (de que hablaremos luego), que emponzoñaban con su presencia. No se crea por eso que son asustantes, pues antes bien las hay hermosísimas y perfectamente puestas; con ajuar propio u ajeno, a la última moda; y muchas habrán tenido educación culta, pues dan su voto con despejo y tino sobre poesía y otras materias delicadas, y sobre todo hablan el francés con toda propiedad y sin vulgaridades ni indecencias.
Solo se les permite el corso hasta las 11, y deben ejercitar su enganche a la muda, esto es, sin emplear palabras ni obras, pero siempre se propasan, asiendo del brazo u de donde se les depara a cuantos ven bien vestidos, infiriendo que les acompañará algún sonante, y prescindiendo de edad, estatura, facha, parecer, etc. Unas viven solas, otras muchas en comunidad al cargo de alguna madre Celestina que cobra el barato, esto es, carga con el producto de las proezas sensuales, y las mantiene, viste y calza, dejándoles alguna escasa monedilla para sus golosinas.
En aquel cenagal de torpezas hay cambios de sexo, y se cometen cuantas abominaciones puede soñar el más hediondo desenfreno. Suele haber sanidad, porque estas desventuradas se allanan al vil y esmerado registro mensual del facultativo, y van siempre pertrechadas de se cédula fehaciente, y en inutilizándose para sus campañas de Venus, suelen parar en el más horroroso desamparo. El gobierno, o sea la Policía, pues el nombre es una mera materialidad, cobra un impuesto de la Jefa en el aduar, o de las solitarias en sus casas... ¿quién es más soez? Pregunta mi curiosidad.
Es de advertir que en los colegios de Francia, suelen estar preparando a las muchachas con penitencia, ayunos y devociones por espacio de seis meses para darles la primera comunión. Los Padres obran como tales en preservar cuanto puedan a sus hijas de todo asomo vicioso, pues nadie ignora que la prenda fundamental de toda mujer es el recato sin el cual viene a ser un monstruo; pero muchísimas de las susodichas enganchadoras pasaron por este noviciado, y ahora son la hez de la sociedad... ¡cuán fragililla es la naturaleza humana, y en especial la femenina!
Además de las profesoras declaradas de la vileza, criadas y muchachas de familias regulares se vician con suma facilidad, pues sobre la propensión natural, donde no hay más móvil ni más ídolo que el ruin interés, ¿quién se resiste a este medio tan obvio y tan poderoso? Y así, a pesar del charol decoroso que asoma en las Tuilerías y en otras publicidades, la corrupción viene a ser universal.
De aquí procede el ningún miramiento que generalmente se merecen las mujeres, en fondas, en diligencias, en entradas de los teatros donde se forma lo que llaman cola y rabo para lograr mejor acomodo, ridiculez a que jamás me he querido sujetar, y en fin por donde quiera. Ni se les da la mano al subir una escalera, ni se les cede la acera en la calles, y cuando los que en Madrid estamos habituados a tributarles estas atenciones, las queremos repetir por allá, las reciben con agradecimiento, pero con suma extrañeza.
Hay más, la Policía mirando por el aseo ha establecido por las calles para meaderos unos cubos que sin duda se vacían por las noches, y los muchísimos Parisienses siempre por lo visto, flojos de muelles, acuden con frecuencia y sin el menor asomo de recato a las aromáticas vasijas, aunque pasen y repasen a docenas y a centenares damas primorosas y entonadas, haciendo así vil alarde, y queriendo dar visos de marcialidad a la torpísima indecencia.
Se requiere morar una temporada considerable en cualquiera pueblo, para internarse en el santuario de las familias, y escudriñar sus íntimos pormenores; pero en Francia, aun cuando se haga larga mansión en un pueblo, no se suelen rodear estas estrecheces, cuanto más que allá apenas se conoce este género de comunicación que se llama
trato, y es tan halagüeño y entrañable en Madrid, en Cartagena, en Zaragoza y otros pueblos. Suelen juntarse los conocidos en una especie de saraos o tertuliones llamados
soirées, donde bailotean, se arremolinan y alborotan, y vienen a ser como si se vieran en el teatro, en los paseos, en fin, en una publicidad, lo que nada tiene que ver con los enlaces afectuosos y las manifestaciones mutuas de la intimidad y de la confianza.
A falta de estas proporciones, se hace forzoso atenerse a casos particulares, como el susodicho de las Tuilerías, y el que voy a referir, para desentrañar las interioridades del carácter y educación general. Pasando por la plaza del Carrousel, donde se estaba haciendo un grandísimo derribo para la unión proyectada entre los palacios, advertí que se me había desatado el lazo de uno de mis zapatos (que usaba con preferencia a las botas para mis largas correrías). Tendí la lista en busca de algún poyo u sitio alto donde poner el pie y acudir con alguna comodidad a mi urgencia, y solo vi una silla delante de la grandiosa librería inmediata, que estaba al cargo de una dama entonada, como es lo general, y de regular parecer. Fui allá y le dije ¿llevará V. a bien, señora, que me valga de esa silla para socorrer este apurillo? Enseñándole el pie -con mil amores, me contestó, y al golpe me plantó la silla delante. No bien hube colocado el pie, que sin darme lugar a que yo advirtiese su intento, se bajó y dejó el lazo corriente en un instantillo -V. me quiere sonrojar, le dije, yo no pretendía tanto -¿Y qué importa, me contestó el que yo sirva en semejante fruslería a un caballero como V.? -¿Y si supiera V. le repliqué, que el favorecido es un extranjero? -Ahora lo celebro mucho más, me contestó -pues no hay en Madrid, le dije, una mercadera capaz de hacer otro tanto con un desconocido: vamos a ver qué tiene V. por acá de provecho, para corresponder a la fineza. En efecto, escogí dos cosillas que me dio por una friolera, y quedamos amigos para siempre.
Las Españolas avecindadas en Francia han dado en la manía de anteponer el mujeriego de Madrid al de París. Afirmo absolutamente lo contrario. Por de contado las Francesas tienen por punto muy general más estatura, facciones más finas y tez más blanca y delgada. Sus ojos no suelen ser negros, y por consiguiente no tan expresivos como los de por acá, y sus altos cuerpos son menos airosos que los de nuestras damas, pero en el conjunto estoy muy por ellas. Se manifiestan por lo más erguidas y seriezuelas, pero en llegando a entablar conversación, contestan siempre con suavísimo agrado. No entienden lo que entre nosotros se llama
broma o chanzoneta, pero suele haber su chispa de agudeza candorosa, en sus arranques y contestaciones.
Ya que estamos tratando de damas, engolfémonos en su elemento, que son las modas. Yo vivía hacia el centro del pueblo, y mi calle desembocaba por el extremo del medio día en la hermosísima y larguísima de San Honorato, y así tenía que frecuentar diariamente, aunque no fuese más que de paso, la región de la elegancia y del frenesí.
Con efecto en tres o cuatro talleres principalmente se ostentan entronizadas las ínclitas Modistas, cuyos figurines son mucho más poderosos y ejecutivos que las veredas del Real y Supremo Consejo de Castilla,
bills del Parlamento Británico y los decretos de Luis Felipe y sus Cámaras. ¿Es posible, solía yo exclamar, que estas mujerzuelas baladíes del Sena hayan de dictar leyes; y sobre todo exigir impuestos cuantiosísimos, pagaderos a la vista, de la tenedora que suele ser una gazmoña y alevosa mercaderilla del Ebro, del Manzanares o del Guadalquivir? Dicen que son inventoras fecundísimas de primores peregrinos. No hay tal inventiva, ni tal fecundidad. Va para diez años se llevaban los vestidos escotados por los hombros; escotadísimos los llevan en el día; traían mangas inmensas; inmensísimas las traen ahora. Que los adornos sean más o menos, que sean blancos o de color; que las peregrinas, o como se llamen, tengan la esclavina ancha, alta o como fuere; todas estas menudencias y futilidades las inventará de sobras, si se pone, la ínfima costurerilla de Madrid, de Zaragoza o de Valencia, y aun yo mismo que entiendo más de versos que de modas, pues ¿quién sabe si me soplaría también la musa por este rumbo, tan ajeno y tan distante de mis estudios y de mi inclinación?
Dale con que las primorosas, esto es, todas en su propia aprensión, no pueden vivir sin modas, siéndoles más indispensables para su existencia que el falderillo, el agua de colonia y aun el aliento. Háyalas pues enhorabuena, pero invéntese
en Madrid, enviemos allá nuestros figurines o figurones, y trábese una batalla de bichos madrileños y gabachos en el Pirineo, pues con tal que venzamos, yo me comprometo a cantar el esclarecido triunfo, no en el yerto prosaísmo del chusco Martínez, ni en la altisonante jerigonza alternada con renglones rastreros de Quintana y de Nicasio Galleguísimo, sino volviéndome romántico u nigromántico, como el precioso Duque de Rivas que nos ha traído un comedión de Pedro Bayalarde, sacado de las íntimas entrañas de la nueva anti-escuela parisiense. En fin trábese la reñidísima refriega, y no vayan más las onzas del plateado Manzanares a empozarse en el cenagoso Sena.
Tarde piache; predicar en desierto... Volvamos al Baluarte.
Se dominan y otean a trechos, jardines hermosísimos, y se ven de continuo opulentas tiendas atestadas de relojes primorosos, pedrería finísima, géneros exquisitos, etc.; pero los que estamos tan lejísimos de ser Marqueses de las Marismas, lo que nos interesa ante todo es al feria perpetua del baratillo. Además de los libros preciosos que están casi de balde, suelen vender allí ropas hechas nuevas flamantes, y como decimos de la aguja, por poquísimo dinero, por del coste de la hechura. Yo he comprado por 16 rs. chaleco de algodón y de seda, cuyo valor de manos era 18. Consulté con señoras en el acto y después, para que me descifrasen este enigma o acertijos y todas se me encogieron de hombros. Discurría yo que podría ser efecto de la quiebra de algún sastre pero siempre no podía haber sastre tan flojos de muelles, y así me vine sin acertar a resolver este ridículo problema.
Siguiendo hacia el norte se encuentran dos arcos triunfales, o lo que fueren, muy mazacotes y de precioso color de hollín, como mi literata encaramada en las nubes, llamados Puertas de San Dionisio y de San Martín, cuajado entrambos de apreciables relieves que representan el tránsito del Rin y demás campañas del tiempo de Luis XIV; objetos sin duda interesantes para los naturales.
Es de advertir para lo que luego sigue, que los Franceses, de suyo huecos y fachendones, propenden infinito a realzar sus destinos u objetos con dictados campanudos. Un mozo de café pone para su granjería un corral de aves, y en vez de gallinero u pavero, se titula marcialmente Director; el Boticario se llama farmacéutico, el Albeitar Veterinario, u Mariscal. Me encaminaron otro año a un sastre llamado Ribes y me encontré en la portada con este rótulo: Templo del buen Gusto,
Temple du Goût; aquí, dije, presidir el centellante Apolo, y con su risueña acogida voy luego a chorrear versos brillantísimos por todas las coyunturas. Entro, y en vez de templo y de numen, me encuentro con una mesota chabacana, atestada de mancebos acurrucados y patudos, y con el Ribes, que en lugar de endiosarse con su santuario, me hizo rendido acatamientos, y me estafó en seguida lindísimas pesetas. Al cuento.
Vi sobre el Baluarte un rótulo que decía
café Turco. Estuve de oficial de Marina nombrado para ir a Constantinopla, y por uno de aquellos primores nuestros de
ecco l'ordine secco il controdrdine, se frustró el viaje para todos los que estábamos muy ufanillos con el pensamiento de visitar el Serrallo del Gran Señor, soñando que se pudiera asomar por los altos alguna divina Georgiana. Mediando este malogro mi voto en primores turcos no será de gran culto; entré sin embargo, y como en el discurso de mi ridícula vida me ha sucedido infinitas veces el llegar a los parajes a deshora, esta vez fue una de las tantísimas. En efecto, en una especie de medio subterráneo vi varios atriles y sillas manifestando que en otros ratos sonaba allí melodía, mas por entonces no asomaban los filarmónicos. Encima había una estancia regular con asientos y mesas (nada de sofás ni almohadones), como en los demás cafés; alrededor gallardas acacias, luego en el edificio inmediato una sala con sillas y adornos como todas de modo que el tal establecimiento solo tenía de turco la torpeza del charlatán que lo dispuso y le dio este nombre.
Más adelante se toma por una calle a la izquierda, y en una encrucijada se encuentra la maniobra de uno de los llamados Pozos Artesianos, que tienen por objeto el hacer brotar agua en cualquiera sequeral. Además de la curiosidad científica, o como se llame, me estimulaba el interesillo particular. Poseo una Quinta o Torre, con dilatadas campiñas alrededor, y como está en secano, y la lluvia nos suele favorecer tantísimo con su ausencia, anhelaba ver si, mediante un dispendio moderado, podía conseguir esta importantísima mejora en mis haciendas. Había una especie de choza espaciosa cubierta con tablas sin labrar y esteras. Esta tosquedad selvática, en medio de un lujo oriental, me causó la mayor extrañeza. Estaba cerrada, llamé, abrieron al punto, y nombrándome extranjero, me franquearon la entrada diciéndome que lo registrase todo con cuanta prolijidad me acomodase. Estaba la máquina o lo que fuere en ejercicio, y se componía de unas barrenas o taladros enormes, cuyas piezas, o más bien trozos, por medio de agujeros y chavetas muy ajustadas, se iban empalmando, y alargaban a discreción la primera pieza. La última, que era la verdadera barrena, aunque hecha en espiral y retemplada o construida de acero, con el encuentro incesante de pedernales, peñascos y otras materias durísimas, se embotaba y aun destrozaba con facilidad, y así había que mudarla a cada paso. Pregúnteles si llevaban mucho tiempo de trabajo: me respondieron que meses -¿Y el agua, les dije? -Véala V. allá bajo, me contestaron, y mirando con sumo ahínco, vi como relumbrar un charquillo pequeño a grandísima hondura -¿pues no aseguran, les dije entonces, que el manantial surte y se eleva con gran violencia? -así ha sucedido, contestaron, en tal y cual sitio. Lejos de París, los papeles públicos, repliqué han hablado de eso, pero ver y creer; ¿y cómo, añadí esa misma agua no se dispara hacia aquí arriba? Por eso estamos barrenando, dijeron, en busca de otra corriente más crecida y poderosa -¿y Vds. se figuran que el agua más honda tendrá harta pujanza para subir ella y arrebatar esa otra y la que encuentre el paso? Podrá ser, pero lo dificulto muchísimo. No quise insistir en mis reparos por no desalentarlos y acongojarlos, pero dijeron que estaban ya a más de ochenta varas de profundidad; inferí por donde que el intento paraba, y pararía siempre en
nada. Así no sea.
Más adelante se toma el camino para ir al famoso cementerio del Padre la Chaise, confesor de Luis XIV. A su embocadura hay una calle infinitamente más melancólica que el mismo Campo Santo. Todo su vecindario consta de artesanos que se dedican únicamente a labrar losas, túmulos, columnas, y hasta las mujeres y niños coronas para los difuntos. Ejecutan su faena con la mayor indiferencia, riendo y bailando cuando se ofrece, como si se empleasen gozosamente en los preparativos de una boda.
El cementerio es un recinto dilatado (no me ocurrió el tomar a pasos sus dimensiones) en pendiente suave, con calles cómodas, ya faldeando, ya subiendo la loma. Arboles y arbustos, como rosales, alelíes, clavellinas, y todo género de flores, cercan y hermosean todos los pasos. Se paga el sitio a tanto por vara, o por metro, que es ahora la medida corriente, es subida la cuota, aunque no acierto a puntualizarla y cada cual es árbitro de construir la forma, los atributos y realces de monumento que le acomoda, por supuesto a sus expensas. Los más son sencillos con rótulos y epitafios expresivos (no me acuerdo de haber visto ninguno en verso); otros son suntuosos, a mi parecer con exceso, en fin aquel paraje, aunque melancólico suavemente, señalando a nuestro fatuo engreimiento su tristísimo paradero, no causa aquel horror que suele traer consigo un panteón, un cementerio ordinario, con su desaseo, aridez y abandono.
De la morada de los difuntos pasamos al mantenimiento de los vivos. París está colmadamente abastecido de todo género de comestibles. El pan, aunque generalmente no pasa de regular, suele estar a precio cómodo, y aun lo abarataron durante mi mansión. El vino paga derechos de puertas muy altos, pero como por lo más se bebe muy aguado, una redoma o botella equivale dos o tres entre nosotros. Los mercados se ven siempre surtidos de carnes, de verdura y de fruta, y no pasean por las calles casi otra tanta provisión. El pósito, la
Hal aux bleds, es una especie de rotunda construida, dicen, por Mazarin, forma un edificio espacioso y elegante; pero sus inmediaciones aunque las temporadas enjutas, están siempre tan mojadas e inmundas, que se hacen casi intransitables.
De este achaque adolece casi toda la parte antigua
(la cité), y aunque en la porción nueva o renovada, las calles son generalmente anchurosas y con aceras levantadas, el trajín, los carruajes, y el trote perpetuo, los calesines, salpica el agua de las fuentes que corre por el arroyo, humedece y ensucia empedrado y transeúntes.
El empedrado de que acabamos de hablar, es magnífico en las aceras de hermosa sillería, pero las más de las calles no permiten en comodidad por su estrechez respecto, y en general el piso es de piedra cuadrada, no tan ancha y tan profunda como la de Barcelona, y sucede que de continuo están empedrando; bien que el Gobierno por este medio indirecto alimentan sinnúmero de operarios con las familias, con lo cual no ratean, alborotan.
El alumbrado de gas es de reverberos, pero muy distantes entre sí, de modo que en cerrando las tiendas, por las calles donde éstas escasean, disfruta poquísima claridad.
En el interior de las casas suele primar extremado aseo. Las fondas generalmente se barren, se restregan y se bruñen diariamente desde el umbral hasta la techumbre de la casa, deshaciéndose y rehaciéndose al paso las camas. Las porterías están dispuestas de modo que la cuerda o cadenilla, corre por el lecho a introducirse en el interior de la puerta, y en sobreviniendo novedad de algún ratero u sospechoso con una voz está atajado el perillán, sin medio ni esperanza de escape. En la estancia, o chiribitil del portero, están colgadas las campanillas que corresponden a sus diversos cuartos, por medio de alambres y en tirando de alguno de ellos, acude el portero en derechura y sin titubear al menesteroso.
Pero el establecimiento ventajosísimo es el de los carruajes llamados
omnibus. Estos tienen sus respectivos paraderos, de los cuales han de partir indefectiblemente de cuarto en cuarto de hora, y por un precio cortísimo, dos, tres o cuatro sueldos franceses, llevan, con bastante aseo y comodidad a donde se ofrece.
En una de estas expediciones del baratillo, uno de Zaragoza ya veterano en París y yo, vimos la casa de la moneda, donde se manifiestan en cajas cubiertas de cristales, las piezas de varios siglos, coordinadas metódicamente en diferentes salas suntuosas. A poco de estar allí sentí ansias mortales; mi compañero se acongojó; no hay cuidado, le dije, vámonos fuera que mi organización de Licenciado Vidriera se ha atufado con la hornaguera o carbón de piedra de las chimeneas. Con efecto, apenas respiré el ambiente de la ribera, donde nos hallábamos, en dos minutos me restablecí y entoné completamente; por lo cual infiero que el atufadísimo Londres sería tal vez inhabitable para los hilillos, hebras, o lo que fueren, de mi tirantísimo celebro.
Pasamos al panteón de los hombres grandes, antes Santa Genoveva. El edificio es suntuosísimo, pero denegrido y tristón por defuera, siendo al contrario vistoso, gallardo y elegante por dentro. En las dos pilastras correspondientes al presbiterio estaban colocadas las víctimas patrióticas del 29 de julio del año de 30, y los cadáveres de los varones eminentes yacen abajo en el verdadero panteón.
Fuimos en seguida al Botánico o jardín de plantas, como le llaman allí, que tiene la extensión, riqueza y distribución competente, y está como al extremo del medio día del arrabal de San Germán, opuestísimo al pintoresco cementerio que se halla al extremo del norte de la ciudad, hacia el medio del espacioso ámbito, hay un edificio con casa, sin duda para los empleados, y una copiosa biblioteca pública de la facultad, donde no hacían falta las obras de nuestro Cabanilles,
la Flora Peruana de los Pavones, la
Nueva España de Hernández, Ulloa, etc. La casa de fieras inmediata está surtida de tigres, leones, osos y demás feroces cuadrúpedos, pero se llevan la atención los elefantes, y sobre todo la jirafa, animal africano altísimo, e inocentísimo, de cuerpo enfermizo, pues le vimos arropado por temor de la frialdad que seguramente no era excesiva.
Allí mismo está el Gabinete de Historia Natural, bien coordinado en larguísimas salas, y más surtido que el nuestro, especialmente de aves; desdoro, u a lo menos descuido, harto notable, habiendo tenido entrambos mundos a su disposición el Gobierno por espacio de siglos.
Acudimos nuevamente a nuestro baratísimo carricoche, y fuimos a parar a la fábrica asombrosa de los tapices. Se tiene a la vista el cuadro u figura que se va a remedar, o copiar idénticamente. Se coloca un operario por delante y otro por la espalda del telar, y manejando millares de hilos con sus infinitos matices, por momentos asoma el ojo expresivo, la mejilla sonrosada, el labio de carmín. Estaban a la sazón trabajando un paso de la Historia de Inglaterra, y en el poco rato que pasamos allí adelantaron notablemente las figuras. Vimos tapices riquísimos y cuadros apreciables, pero nada de esto nos pareció ya tan interesante y milagroso como los tejidos historiados y casi hablantes.
Acabóse nuestra correría, y el día siguiente para seguir con el suntuoso arrabal de San Germán, me fui paseando al no lejano Cuartel de los Inválidos. El edificio es sencillo, grandioso, grave y para mí, perfecto en su línea. Pasado el jardín y la entrada, se llega al patio espaciosísimo sin adorno alguno, y sin que le hagan falta. Tiene por supuesto sus corredores altos y bajos, y al extremo del medio día está la iglesia anchurosa y proporcionada en todas sus partes, y una media naranja elevadísima y absolutamente sublime. En las pilastras del presbiterio están los cuerpos de Vauban y de Turena.
Después de dar vuelta por todo llegué a la cocina, en cuya puerta estaban detenidos damas y galanes. Me adelanté a los curiosos, y habiéndome manifestado extranjero al General que estaba allí dando disposiciones, me franqueó la entrada, y preguntándole por la librería, me dijo, vea V. ahora la cocina, que luego se le manifestará igualmente todo lo demás. No cabe mayor aseo. Perolas capacísimas, bruñidas y relumbrantes, vajilla fina, mandiles blanquísimos, etc. Vi el refectorio vacío y lleno, y lo mismo la sala de la oficialidad. Unos y otros comen en dos tandas. Los dormitorios son también limpios y desahogados, pero quizá no tan cabales como lo restante. Los individuos actuales eran unos mil y cuatrocientos, pero la casa parece que suministra socorros a más de otros tantos que hay por la ciudad y no tienen acomodo en el cuartel. Vi por último la Biblioteca, muy surtida y clarísima, donde entre los libros militares, la inclinación nacional me hizo dar luego con las Reflexiones de nuestro Navia, Marqués de Santa Cruz, habiendo también otras selectas de Humanidades, de Física, etc.
Habitaba al extremo de poniente del mismo arrabal, sin duda por la baratura de la vivienda, una española de aquellas damas de tramoya o de la novela que suelen aparecerse por París. Tenía no sé qué entronques ridículos con la portera, y estaba empeñada en que fuese a visitarla y a disfrutar el trato de su hija preciada, en música y pintura, pero disculpéme siempre con la distancia, hasta que por fin un domingo emprendí mi expedición. Hartéme y fatiguéme de andar, y cuando llegué por último a la casa, cuyas señas puntualísimas no podían equivocarse, me encontré con que estaban fuera.
Puesto allí, quise ver el palacio de Luxemburgo, que está inmediato, y donde se junta la cámara de los Pares, pero no había sesión aquel día ni tampoco la eché menos. La embocadura es una arboleda hermosísima, luego en un hondonada hay un jardín, cuya vista se disfruta completamente desde los asientos de la especie de terrado que lo rodea. En seguida se aparece el edificio que por su conjunto no desagrada a cierta distancia, pero en estando cerca, se ve que es almohadillado, género de construcción de malísimo gusto, y de que ya había visto el palacio Strozzi, aunque bajo diversas formas, en Florencia.
Quiero ahora manifestar a mis favorecedores que entre el sinnúmero de proyectazos literarios que me están lanzando en el magín, traigo un comedión inmenso, intitulado el
Romantismo, con decoraciones peregrinas, figurando alcázares sobrehumanos con fachadas ostentosas de pilares de pajar a un lado y columnas amorosísimas, ya derechas ya tuertas o atravesadas, cuyo conjunto será forzosamente la novena maravilla, puesto que el Escorial es la octava; no traigo la frenética presunción de desbancarlo. Con efecto, ¿por qué se ha de
romantizar o arromanzar la sosa y circunspecta arquitectura. Eso de unidad y simetría es una antigualla mohosa, inventada por los menguadillos y soñadores Atenienses y Corintios, que en materia de Artes no sabían de la misa la media. Estoy con mi lanza en ristre, y pronto irán todos a pique. A mí leontinos y a tales horas. Variedad, esto es, vaciedad, y lo demás es desvarío. Volvamos al Luxemburgo.
Se franqueaba la entrada, y por consiguiente la vista de estatuas y cuadros. Como era mi comidilla, ya no me acordé ni de mi cansancio, ni de mis damas callejeras. En cuanto a escultura no advertí sublimidades, cuadros había algunos de la escuela italiana, y por consiguiente cuando menos apreciables. Tal vez por zompo deslindador no acerté a ver la de la nuestra ¿pero Murillo y Velázques, por ejemplo, no se dejan discernir e idolatrar a legua? Había muchos franceses, entre ellos uno grandísimo de la batalla de Austerlitz, inanimado y yerto como la poesía del país, y así pronto quedé ahíto de francesadas y de salones.
Como era día de chascos, volví en busca de otro; y en efecto aunque damas de las cuatro, mis suspiradas del alma no habían asomado a sus umbrales, y como tampoco había cocinera que las esperase a mesa puesta, sin duda comerían por el día de fiambre, o habían trasladado su ayuno natural del sábado y domingo. Como quiera, me despedí para siempre de la reverenda fada, y de la niña donosa, con todos los primores artísticos y naturales. Tratándose de edificios ya hemos hablado de la iglesia de Nuestra Señora, cuyo crucero es el más anco y elevado que he visto. Cuando entramos había sermón, y aunque el predicador tenía una voz regular, apenas se le entendía desde cierta distancia. La de San Eustaquio tiene bien columnas altísimas y delgadas al estilo gótico. La de San Roque, igualmente de forma antigua, es muy concurrida. Tiene bastantes cuadros apreciables, más no sobresalientes, y se sube desde la calle de San Honorato por una hermosa guardería, y está en frente el famoso callejón de donde salió Bonaparte, una de sus proezas anti-popular ametrallando a todo París, para encajarle la coyunda.
La iglesia que fue de los Jesuitas, está muy adornada aun por de fuera pero la que sobresale es la de San Sulpicio, por su situación, por el pórtico y fachada toda en grandiosas columnas, y por sus torres desiguales a los extremos, en cuyas cumbres se han colocado los telégrafos.
Vamos al célebre monumento y la hermosa y ochavada plaza de Vandoma. La columna cuajada todas las batallas y trofeos, y fabricada de los mismos, ostenta sus hermosos relieves, descollando en gran manera sobre los edificios cercanos. Está hueca y se sube lóbrega y trabajosamente hasta la cumbre, donde se halla la estatua, para mí de poquísimo mérito, de Napoleón. Sea por su facha naturalmente anti-heroica, o por culpa del fundidor poco propenso a favorecerle, la figura se aparece cuelli-corta, encogida, floja de rodillas, y sin el menor asomo de garbo y de marcialidad. Sin embargo, no faltan devotos que por uno u dos cuartos la están catalejeando todo el día con un telescopio que tiene allí asestado un especulador. Allá se las hayan; además de su pobreza estatuaria, los sencillos bienhechores, y no los sangrientos avasalladores de la humanidad, son mis héroes.
La Lonja es un hermoso edificio, más simétrico y proporcionado que el de la Magdalena, con grande atrio y terrado, pero cuyas columnas empiezan ya a tomar el color del clima, y vendrán a parar en pardas o denegridas. Su interior consta de galerías altas y bajas, rellenas hacia el medio día, como todo el recinto, de gentío vocinglero y murmullante, sin que los advenedizos entendamos una jota de cuanto allí se chilla o se berrea. ¿Es esta alguna casa de orates? Pregunté a un conocido, y ¿cómo es que los dejan sueltos? -No hay cuidado, me dijo, que ya saben lo que se pescan -ya supongo, le repliqué siempre atónito, que no son camaleones, para contentarse con el aire, y que van en pos del sonante, pero ¿a qué fin tanto remolino y vocinglería? -el uno pregona la alta o baja de los fondos de España, el otro la renta de Nápoles, este los consolidados, aquel la quiebra de una casa de Londres, el de más allá habla del bamboleo de otra de Hamburgo, y con esta jerigonza hay hombre que ayer era Pedro Fernández, y hoy es todo un Marqués del Potosí, con carroza, mesa de estado, dama o damas... -serán de esas, dije, que asomadas a la galería alta están mirando los toros desde la talanquera; y abures, que tengo la cabeza hecha un bombo, con esta Babilonia, este aduar de gitanos.
Marchéme a respirar uno de los tránsitos o pasadizos que llaman
passages. Estos eran hace algunos años ocho u diez, y en el día se cuentan hasta ciento y cincuenta y dos, si mal no me acuerdo. Se reducen a una especie de calles, cubiertas de cristales rayados para que no ofenda el sol, y puestos en declive hasta formar en el centro un caballete, que despide las aguas hacia los canales o conductos formados al intento. Todos estos pasadizos están cercados de cafés, hosterías o fondas, librerías, gabinetes de lectura (donde por medio duro al mes se leen periódicos, folletos o libros) y de tiendas y joyerías o ropas exquisitas; están todo el día acompañados hasta las once de la noche, hora en que se apagan las luces, y un portero se encarga de cerrarlos, recoger las llaves y abrirlos el día siguiente al empezar el tráfago del pueblo, que suele ser entre seis y siete en invierno, y entre cuatro y cinco en verano.
No pueden omitirse el Palacio Real,
Palais Royal, (casa propia de la familia reinante de Orleans) pues aunque teniéndolo cerca, lo frecuentaba poco, por mi predilección a las Tuilerías, es sin embargo una de las maravillas de París. Es un cuadrilongo que viene a correr de norte a sur, en cuyo centro u patio, hay jardín, fuentes, paseos arbolados, y en derredor cafés, tiendas riquísimas, etc., etc., y luego infinita habitación, pues dicen se albergan doce mil personas y dos teatros a los ángulos extremos de la parte de poniente. Luego a la del medio día un gran salón que llaman galería, cubierta de cristales, como los pasadizos, cercado de librerías, tiendas, etc., que en todo tiempo ofrece cómodo aseo a damas y galanes. Más al medio día hay otros dos patios menores que el principal, sin adorno ni atractivo alguno. Se desemponzoñó hace algunos años de las hembras halagüeñas que frecuentaban aquel sitio, pero subsiste la gangrena de los garitos, infinitamente más perniciosa que todas las rameras de las Cortes de Europa juntas. Dicen que el garitero u tahúr en jefe es allí ahora el hijo de un General famosísimo en la guerra de Italia; no me interesaba la averiguación de esta indecencia. Como quiera, esta casa fue uno de los bienes nacionales confiscados cuando la ejecución del célebre Duque de Orleans, llamado
Egalité, y el Rey actual parece que va recobrando los nuevos propietarios.
Sería interminable el apuntar los diversos ramos de industria, ya torpe, ya honestísima que se ejerció en París. Además de la barahúnda y marañas de la Lonja, el comercio general es de gran consideración. Las Artes se hallan remontadas en suma perfección; en las Fábricas, aunque al parecer mal situadas por el subido precio de los jornales, se practican grandes ahorros por medio del Vapor y de otros inventos de la Maquinaria. Sabidos son los adelantamientos de la Imprenta con las prensas peregrinas que cuadruplican, sextuplican, etc. sus tareas, y acarrean la suma baratura de los libros. La
litografía suple a las palabras en bronce, en términos que grabados harto finos se ofrecen ahora por la cuarta o quinta parte de lo que costaban hace veinte años.
El Gobierno generalmente no interviene, ni se necesita, en estos adelantos. El raudal ha tomado este rumbo, con creces diarias y asombrosas, y con tal que no le atajen, ni lo descaminen, sigue y seguirá más y más con nuevos ímpetus su esclarecida carrera. El interés personal, que por otra parte gangrena y desmoraliza los corazones, y también el impulso a la inmensa máquina. En las Artes eminentes la gloria acude a estimular con su embeleso los arranques del egoísmo más al paso que la bastardía va prevaleciendo, aquel móvil generoso, el engrandecedor de la Humanidad, lleva camino de guarecerse pronto y sin rescate, en los versos, en el teatro, en el reino de la ilusión.
Ya es hora de apersonarnos con el Gobierno. Empezaremos por el cuerpo legislativo. La cámara de los Pares se junta, cual se dijo, en Luxemburgo, sitio desviado, y como por otra parte no suena alguna primera espada en oratoria, se frecuenta poco, y se le mira como una ráfaga que pardea entre los arrabales de poniente. Donde, como se dice, bate el cobre, es en la cámara de Diputados, situada a la mano, con vista de las Tullerías y de los campos Elíseos.
Hay galerías de preferencia, además de las públicas, donde se entra con billetes, y como tenía yo amistad con M. Gauthier, Diputado por Bañeras, el mismo que de subprefecto retocó mis primeros versos franceses, me pertrechaba a mi albedrío de tarjetilla. La sala es circular, compuesta de nueve bancos en el teatro, concentrados sobre la residencia. Esta tiene alguna elevación; delante de la mesa se halla la tribuna, situación al parecer, natural, pero de que viene a resultar ponerse el Orador de espaldas al presidente, y si este, como está subiendo de continuo, tiene que hacerle algún cargo u advertencia al Orador, o bien para contestarle ha de volver dando la espalda a la cámara, o bien conservando el mismo frente, tienen los contrincantes que entablar un diálogo de cara con pescuezo, y en ambos casos ni una grandísima impropiedad. No sé cómo no se ha echado de ver un inconveniente facilísimo en mi dictamen de evitar, colocando la tribuna a la izquierda de la Presidencia, vuelta un tanto hacia el centro accidental de la pieza. La forma elíptica para colocar la tribuna en uno de los focos sería mucho más ventajosa.
Como quiera, desde la primera vez, reparé que después de acudir tardíamente como la mitad de los vocales se necesitan redoblados y sonorísimos campanillazos para acallar el incesante murmulo. Apareciose después del ceremonial del acta de la víspera, el Orador, que advertí era muy calvo, y que no lo eran menos tres o cuatro Diputados que había en el espacillo que media entre la residencia y los bancos. Habiéndome entonces asomado al antepecho de mi galería, vi otros cuatro u cinco reunidos igualmente calvos, aunque generalmente jóvenes. Sin duda, dije a una francesa muy entonada que tenía a mi izquierda, discurren muchísimo estos señores -¿por qué dice V.? Me preguntó -porque los veo a todos calvísimos; y como, según ya lo tengo anotado, las francesas no calan ni entienden este género de chanzoneta que llamamos
broma, en el cual son tan duchas nuestras damas, ¿y qué, me dijo, el mucho discurrir y el cavilar producen semejante efecto? -tal están en mi país, y así procuré V. explayarse, y no ahincar mucho en objeto, aun cuando fuere algún
fashionable, lechuguino, porque la calvez es partidilla muy floja y muy desairada en las hermosas; -ese habla conmigo, me dijo, y sonriéndose y enterándose de mi filiación atendimos luego a nuestro orador.
Ni el asunto ni el modo se merecieron interesantes, y otro tanto cedió con los que le siguieron, también calvinistas, hasta que se mereció como ministro de la Guerra en demanda de pesetas el roba-cuadros de Murillo y
ainda mais, Soult, tan ajeno de raudal, despejo y serio, que se me antojó un boticario de Sigüenza, pidiendo atrasillos y salario al concejo del pueblo.
Luego habló el presidente Dupin, el cual, aunque bronco y destemplado, se expresa a lo menos con cierto brío y soltura. Estaba por la evacuación de Argel, pero perdió con mucho la votación. La sesión siguiente, donde no me hallé, hubo vaivenes y gritería acalorada sobre puntos trascendentales; y prevaleció el partido de los jaques.
Sabido es que, como ahora entre nosotros, las decisiones de la 2.ª Cámara pasan a la 1.ª y de allí van al Gobierno. Este, digan cuanto quiera, tiene muchísima pujanza, pues por de contado encabeza la Milicia, que es muy numerosa, y si bien no resultan quejosos, como en otras partes, de injusticias y arbitrariedades, conserva siempre su espíritu guerrero; luego dispone igualmente de todos los empleos civiles, y por consiguiente cuenta con un millón de allegados, teniendo además muy entonadas y expeditas las oficinas.
No había Ministro descollante Thiers ha compuesto una historia de la revolución que merece aprecio, y habla con despejo, y aunque es pequeñuelo de cuerpo, esto se quita para que sea grandiosa su alma. Rigny estuvo largo tiempo en Cádiz, aprendió el castellano y sabe de memoria
el Quijote. No le sé otro realce. Vamos a otro punto de trascendencia.
¿Cuál es en las ciudades de Francia la religión? -ninguna en realidad, pues hasta los tercos y
emperrados judíos travesean ya, y sus jóvenes se ríen de los Rabinos y sus patrañas, como los filósofos más afamados. Con efecto, la concurrencia en las Iglesias es ninguna para la inmensidad de ochocientos mil habitantes, y sus asistentes, que por lo más son hembras, tienen la creencia prendida con alfileres, contentándose con las vísperas o con nada. Los protestantes acuden más a sus templos, donde observan sumo recogimiento.
Por el contrario, en las aldeas y pueblos cortos son casi todos en extremo supersticiosos, creyendo en duendes, brujerías y maleficios, con todas las demás ilusiones, que generalmente nuestros aldeanos aventaron ya para siempre.
No hemos hablado de Periódicos. Salen todos los días un sinnúmero, pero los sonados vienen a ser media docena. El diario de
los Debates, declaradamente ministerial, suele parecer unos tártagos mortales, pues muchas veces donde se las promete felices, a lo mejor sobreviene un contratiempo inesperado, y hay que forzar de vela para huir del naufragio. Está siempre bien hablado, y trae artículos preciosos de literatura,
el Tiempo es de una oposición moderada,
el Nacional descerrajada. Con este perillán quise yo quijotear hasta que nos hiciésemos astillas, como decía el escudero del bosque, pero
pensato meglio, envaine V. Seo Carranza. La Tribuna con sus 89 causas entre ganadas, perdidas y pendientes, quedó amordazada. También el Correo francés, que es de los jaques, merece aceptación; y algún otro.
Además de los políticos, los hay literarios y apreciabilísimos, que salen por semanas, por quincenas, por meses, etc.; tales son
la Revista de París, la Europea etc., etc.
Desde febrero empezó la Exposición y o manifestación, esto es, se franquearon los salones o galerías del Louvre. Con este motivo se cubrieron los cuadros antiguos, entre los cuales hay algunos de la escuela española, para que campease lo nuevecito flamante. Todo París estuvo haciendo pasmarotas ante la muerte de Juana Grey, asesinada por el capricho irracional del monstruo, en cuerpo y alma, Henrique VIII de Inglaterra. La obra, de un tal Laroche, no carece de mérito, pues las figuras se desprenden bien de la tela, y el conjunto ofrece seguramente más vida de la que suele acompañar a los artefactos franceses, pero nada de la perfección cabal, del celeste embeleso de nuestros maestrazos.
Tarde piache. Hubo algún otro cuadro apreciable, y entre los infinitos retratos, solo llamó la atención por la copia y por el original el de nuestro ínclito Orfila.
De cinco en cinco años se celebra en París lo que se llama Exposición general de artefactos mecánicos, o inventos de Maquinaria, Física, Artes, etc. y a mí me cupo impensadamente esta dicha, pues por tal la califico. Se construyeron en la inmensa plaza de Luis XV cuatro grandísimos almacenes, que llamaron pabellones, por supuesto provisionales, cuyo coste ascendió de sesenta a setenta mil duros, para luego despejar el sitio y dejarlo en la forma acostumbrada; pero este desembolso es ventajosísimo para el pueblo, pues la novedad acarrea un sinnúmero de advenedizos que reparten por todas las clases muchos cientos de miles.
La lista sola, reducida a veces a la mínima expresión de un rengloncillo por artículo, formaba un cuaderno voluminoso que se vendía a las entradas, de donde se deja inferir la imposibilidad de abarcar individualmente, y delinear en un cuadro cabal objeto tan inmenso.
Empezando por la música, eran innumerabales los pianos de diversas formas, adornos y propiedades; otro tanto sucedía con las guitarras o vihuelas, y los instrumentos de viento. Entre los de Física, me embelesó un espejo ustorio grandísimo y elegantísimo que fundía el metal indómito de la platina en uno u dos minutos. Eran también sinnúmero los paños, telas y demás artefactos exquisitos. Pero llamaban en particular la atención los primores milagrosos de la Maquinaria. Había para bordar aun en realce una máquina que por sí sola tomaba y pasaba alternativamente las hebras adecuadas de diversos colores, para que resultase luego una obra perfectísima.
Pero un arado fue el que embargó todo mi ánimo. Estaba colgado sobre cuatro ruedas y tirado por una sola caballería; por medio de ganchos que se clavan honda o someramente a discreción del arador, en virtud de la especie de esteva que había en la zaga, iba abriendo de la 18 a 14 surcos, y en poco rato araba así un terreno dilatado, como se había hecho ya el experimento en un campo inmediato al paseo de los Eliseos. Había una arrobadera, instrumento usado imperfectísimamente en Aragón, para trasportar la tierra y nivelar los terrenos, colgada en los términos del arado y tirada igualmente por una sola caballería se veían además millares de herramientas nuevas, como cepillos, formones, gubias, tenazas etc. etc., y así en todos los ramos de las artes mecánicas.
La estrechez de mis intereses no me permitía dilatar ya mi mansión en París, y habiéndome proporcionando algún dinerillo, traté de dar la vuelta; pero antes quise ver de decantadísimo Versalles, cuya expedición seguramente no puede incomodar al menos pudiente, por la suma baratura con que se ejecuta.
Hay siempre junto al paseo de los Elíseos, esperando flete o embarque para Versalles, una porción de carricoches con el nombre extravagante de Cucús, donde se encajonan o embuten cuatro, seis o más pasajeros, y todo el armatoste, tirado por una sola caballería siempre al trote, anda en poco rato las cuatro leguas de distancia, pagando cada pasajero (no lo tengas lector por chanza o embuste) la liviana cantidad de una pesetilla.
Todo el camino, entre quintas y jardines y campiñas arboladas, es una enramada perpetua. La emboscadura del palacio es ostentosa por una gran plaza, a cuyo extremo se aparecen los estafadores que con capa de acompañante se abalanzan a los advenedizos, o más bien a sus pesetas, sin que de nada sirvan para ver el interior del edificio. Este por ningún título puede compararse con el de Aranjuez, y aunque el Parque situado al frente opuesto a la entrada es grandísimo, tampoco iguala a los jardines de la Isla y de la Reina.
Vimos la capilla, cuyas dos galerías, alta y baja, son hermosísimas por su arquitectura gallarda y elegante, y por sus exquisitos adornos. Junto a la capilla está el teatro, pues para los Franceses los extremos se tocan, y su construcción es bastante graciosa. Hay cuadros de suficiente mérito, y una niña de diez a doce años es la Cicerona o explicadora, siempre por cuanto vos. Visto lo visible, me salí a las verjas y pregunté por la Hora, Cónsul que fue en París, y está allí jubilado, más por las señas que me dieron vivía muy lejos, y volví a preguntar si había por allí cerca algún otro español, y al asunto me acompañaron a casa de un frutero que había sido criado del ex-Consul que acabo de nombrar. Llamábase José Aguirre, y era natural del mismísimo Barcelona, donde se escriben estos apuntes.
Como hubo madrugón para el desayuno, necesitaba pertrechar el estómago para aguantar hasta la hora de la comida, que era en casa después de las seis. En virtud de esta urgencia, díjele me dispusiera alguna cosilla mientras daba una correría por la parte del pueblo que no había visto, y se conformó sin reparo con mi encargo. Versalles tiene calles anchurosas y hermoso caserío, pero desde que lo desamparó la Corte, está desierto, por no decir solitario. Para que se diviertan los forasteros que lo visitan, suelen siempre por cuanto vos, echar o jugar las aguas pero aquel día, aunque domingo, no las hubo. No será por ahíto u aversión que hubieran cobrado los fontaneros al metálico.
A la vuelta estaba corriente el almuerzo, que consistió en un tortillón excelente con torreznos, y luego en fruta que para mí es siempre ambrosía de todos los manjares. Llegó la hora de la despedida, intenté satisfacer mi gasto, pero no hubo forma ni arbitrio de que el buen Barcelonés quisiera tomar un ochavo, permitir que se lo diese a su niña para comprarse un juguete; y así en agradecimiento a su agasajo y generosidad, no habiéndome antes visto en la vida, y por contraposición a la canalla estafadora que asalta a los advenedizos, recomiendo entrañablemente a todos los Españoles habidos y por haber la persona y familia de José Aguirre frutero, que vive en una esquina al norte y no lejos del Palacio Real.
Reembarqueme y embutíme en mi carroza, esto es, el precioso Cucú, y habiéndome apeado en San Cloud, que está a mitad de camino, me entusiasmé con sus agigantados arbolones, con las espléndidas madejas que forman las cascadas o caídas de agua, y en todo, y por todo aprobé y celebré en este punto a Bonaparte que prefería aquel sitio al de Versalles.
A la vuelta desde allí se atraviesa el bosque de Boloña que me causó tristísimos recuerdos. Un tal Lobo, cuya casa visité mucho en Hellín, y a quien había tratado años enteros en Madrid, después de haber servido con aprecio en la carrera diplomática, vivía avecindado en París con el producto de su patrimonio y de su retiro, y siendo de suyo cobardísimo, le dio la humorada de salirse una noche de su casa, y amaneció el día siguiente muy puesto de frac, de botas etc., pero sin sombrero, colgado de un árbol.
Después de toda mi expedición, llegué a casa con tiempo de sobras para comer con los demás en la mesa, y el día siguiente, estando ya pertrechado de billete en la Diligencia, fui en busca de mi pasaporte.
A propósito de pasaportes, un irracional tuvo la vil insolencia de formarme un cargo, que luego acarreó grandísimos consecuencias, de haberme ido la vez anterior a Francia en este papelote. Dio la casualidad de que paraba todavía en mi poder el mismísimo que saqué de España, el cual quiso absolutamente el prefecto de Tolosa se buscase y se me diese para mi regreso, y ¿cómo es dable internarse en un país extranjero sin este resguardo? Y sobre todo ¿qué interés ni posibilidad podía tener para encubrir mi viaje y ocultar mi nombre, siendo ya por donde quiera tan conocido? Volvimos al de París.
Fui al despacho, oficina o jerigonza llamada de Policía Superior de su Excelentísimo Ministro al frente. Entré en una gran sala atestada de mesas y empleados y al fin unos bancos donde se sientan, pues guarda esa atención, los interesados esperando que les llegue
la vez, como en un molino harinero. Las papeleras estaban cuajadas hasta el altísimo techo de legajos con carpetas y rótulos que decían Pasaportes extranjeros, por supuesto acompañados de vil chismografía, de tal mes, de tal año, etc... ¿Es posible, dije yo en mis adentros, que los hombres y sobre todo los magistrados, se dediquen ahincadamente a un ejercicio infame, propio de las damas del Quijote, Doña Tolosa y Doña Molinera, cual es el de escudriñar sin excepción vidas ajenas? Estando en Tolosa el otro año tuve que ir, no sé por qué motivo, al Ayuntamiento, habiendo visto en un gran pliego nombres de Españoles, busqué por curiosidad y hallé pronto el mío; vi luego en la casilla de conducta, que decía
buena, y recapacité al instante de si hasta entonces había blasonado de honradez y pundonor, ya debía pesarme, por no merecer la aprobación de tan ruin ralea, por aquello de Iriarte, «cuando el cerdo me alaba muy mal lo debo de hacer. ¿Si saldremos de nuestra policía de París? En fin, con asco mortal, y con amago de vomitar, me armé de mi papelucho, que por entonces fue de
valdivia, para Perpiñán.
Al fin tras una mansión de cuatro meses y cuatro días, en la cual no padecí el más leve asomo de dolencia ni de incomodidad corporal, y en que por otra parte en clima tan lluvioso no hubo más de tres u cuatro días húmedos, y puede andarlo y verlo todo a discreción; por último, el 10 de junio acudí a mi encajonamiento en el armatoste, que por esta vez iba atestado de pasajeros.
Si mis facultades me hubiesen franqueado medios para tener carruaje, mesa y vivienda grandiosa, y poder frecuentar de continuo los teatros, hubiérame sido violenta la salida de París; pero viviendo con estrechez, se padecen incesantes y amargas privaciones, con tantísimos objetos tentadores como se abalanzan a la vista, y así fue para mí un alegrón entrañable el verme entronizado en mi asiento.
Por la tarde tuvimos tormenta, pero luego abonanzó el tiempo. Al pronto escasearon las palabras, mientras se tomaban mutuamente un tiento los individuos, pero se fue luego fomentando la conversación, para trampear la primera noche toledana de incesante emparedamiento. Venía un Comandante de Ingenieros que pasaba con licencia a su casa cerca de Bañeras, sujeto instruido con todas materias, y habiéndose suscitado el punto de literatura, opinó desde luego como yo, que a ninguno absolutamente de los actuales aborrizadores de papel en París, se sobrevivirán sus abortos, sino que todos se empozarían con ellos en la tumba.
Venía también un matrimonio de Tolosa, cuya mujer amabilísima, como se verá después, lejos de causar la más leve incomodidad, amenizaba en extremo la conversación. Eran joyeros y se volvían a su fábrica, habiendo llevado surtidos a la Capital, donde se disfrazan de solariegos artefactos construidos en las provincias, a veces a larguísima distancia.
Amanecimos en Orleans, donde apenas paramos, y luego desviandonos de la carretera de Burdeos para tomar la nuestra, fuimos disfrutando la vista del país perfectamente cultivado. Después vinimos a pasar por el Done, o como se llame, quinta del harto conocido Taylleran. Allí todo se volvía canales, albercas y arroyos, en fin agua, de donde inferí que el ancianísimo, cojísimo y nada concienzudo diplomático habría nacido bajo el signo de Acuario.
Se entra después en un país por fértil, de modo que por un espacio de cuarenta o sesenta legas, no se ve otra sementera que la del ralo y fútil centenillo. En muchas aldeas suelen alternar chozas desdichadas con casas medianillas o regulares; y no faltan chiquillas andrajosas que siguen largo trecho y a carrera los carruajes, en pos de algún socorrillo, así como en nuestra Mancha y en otras partes. La aplicación excuso.
Pasado Tul, donde vimos muchos emigrados polacos; hay una gran cuesta en que el Ingeniero y otro de la comitiva quisieron apearse, y se emboscaron en busca de atajo, por la selva inmediata. Llegamos al punto de reunión donde terminaba el bosque, y los apeados no parecían. Con esto la joyera y otra dama que venía también, sin que mediase por lo puesto el menor influjo de amorío, no cesaron de asomarse a la portezuela con un sobresalto y una impaciencia indecible, de modo que fue preciso hacer alto, y luego se incorporaron los deseados, con lo que todo fue risa y complacencia para las damas. Nunca la correosa
machedumbre, esto es, los hombres, tendrían tan entrañable interés por personas recién-conocidas, estando yo muy seguro de que las mismas demostraciones hubieran manifestado respecto de mí, habiéndome rezagado.
Hicimos noche en Limoges, que era el único descanso que se disfruta en los cinco días mortales de tránsito hasta Tolosa, y la mañana siguiente se nos agregó para corto trecho, un mozo de buena traza que se había separado, o sea desertado, de una especie de colegio militar que parece hay por aquellas inmediaciones. Se mostraba tristísimo, así por le acedo recibimiento que le esperaba en su casa, como por ciertos amores a la antigua que, según confesó después, traía en un pueblo cercano al suyo. ¿No se entretiene V. a ratos, le dije, en componer versos a su adorado tormento? -¡Ojalá supiera! Me contestó candorosamente -puede haber quien supla -¿Y dónde está ese sujeto? -Quizá no se hallará muy lejos, ¿cómo es el nombre la Dulcinea? -Cristina, contestó sonriendose. ¡Ay! Entonces, exclamó el Ingeniero encarandose conmigo, de fuer de Español, no puede V. desentenderse de emplear su musa en obsequio de una tocaya de su Reina; y diciendo y haciendo, sacó su librito de memoria, asió el lápiz y dijo, vaya V. dictando. Dictéle en efecto 16 ó 18 versos franceses, que salieron más regularcillos de lo que yo me prometía, y habiéndose celebrado mucho por toda la encajonada tertulia, arrancó el amanuense el papelillo y se lo entregó afectuosamente al interesado; el cual loco de gozo lo leyó veinte veces y lo guardó en su cartera, diciendo, mañana no es posible, pero pasado mañana no se entregarán sin falta a mi Cristina; y entretanto no cesó de repetir mi nombre, sin duda para que no se le olvidara, mirándome mucho, hasta que llegados a la encrucijada o apartadero, se despidió cortésmente de todos y tomó el rumbo de su pueblo.
Por fin a la madrugada del último día llegamos a Montaubán, donde paró uno de los compañeros, a quien encargué visitas y afectos para los muchos amigos que tenía allí de mi antigua mansión; y con estos afectuosos recuerdos llegamos al Garona. Mi ánimo era salir sin detención para Perpiñán, pero mientras se descargaba el equipaje, partió la Diligencia, y así fue forzoso esperar hasta el día siguiente.
Fuime con el Ingeniero a la carilla pero opípara fonda de Pons, cuya dueña es la Eugenia, natural de Cervera del río Alhama, pueblo famoso por sus jaquetones contrabandistas, y como fina Española y pudiente, ha socorrido en repetidas ocasiones a los menesterosos paisanos. Dijome al instante que tenía en su casa a las señoras del insigne Calatrava, a quienes había visitado en Burdeos. Subí inmediatamente a verlas, y tras el alegrón recíproco, quedamos en salir juntos la mañana siguiente.
Salí a dar vuelta por el pueblo, y a la venida de París, es imponderable lo estrafalario que se me antojaba aquel Tolosota, que en otra época me había parecido tan apreciable. Entre las varias visitas, hice una por las señas que ya me habían dado a mis compañeros de viaje, quienes tenían asombrosa habitación, y habiéndoles tomado unas frioleras, la dama no solo bajó conmigo hasta la puerta, sino que me acompañó por la calle hasta la vista de una casa que iba también a visitar, y no tenía presente a punto fijo, para que no titubease un punto en su busca. Tales son las Francesas.
A la madrugada nos reencajonamos en efecto, disfrutando de la compañía de mis Extremeñas en carruaje y mesa, y logrando desde luego la hermosísima vista de las inmediaciones del canal de Languedoc, pobladísimas y perfectamente cultivadas por toda la extensión de un dilatado valle o más bien llanada, cuya sementera ya en sazón se iba doblegando a la hoz de las infinitas cuadrillas de segadores, y su movimiento alternativamente acompasado animaba vistosamente el grandioso cuadro.
Paramos en Carcasona, pasamos de noche el Coll del ... y así no pudimos gozar la perspectiva teatral que ofrece a buenas luces. Vimos el redoblado viñedo del Rosellón, y llegamos temprano a Perpiñán, cuyo paseo, que disfrutamos aquella tarde, nos pareció gracioso y adecuado para la población.
Las damas, no sé con qué motivo, se detuvieron allí un día, pero yo salí la madrugada siguiente. En la Junquera me temí padecer detención y largo registro, pero no fue así, porque todo se redujo a mera ceremonia. Viendo a los guardas tan atentos, les dije no molestasen a las señoras españolas que debían llegar la mañana inmediata: así lo ofrecieron, y sobre todo lo cumplieron, como lo supe después en Barcelona, por boca de las interesadas. Llegué a Figueras, donde tuve el quebranto de hallar a uno de mis amigos de Madrid, de suyo fogoso y despejado, hecho un terrón de vejez, de achaques y de sinsabores.
Vinimos a dormir al ínclito pueblo de Gerona, cuya memorable defensa se hace infinitamente más asombrosa con la vista de su situación. Además del inmenso y lozano viñedo que campea por todas partes, los pueblos de la costa, como Arenys, Mataró, etc., son muy aseados y hermosos, disfrutándose por la izquierda la vista del mar, animado por las velas de diversos tamaños que blanquean de trecho en trecho.
Llegué por fin al pueblo industrioso y placentero de Barcelona, que no había visto en más de treinta años, y que por consiguiente hallé renovado en gran parte y mejorado en todo su conjunto. Publiqué luego en él mi
Cotejo del gran Capitán, con Bonaparte, después el
Elogio de Cervantes, y varios papelillos que se han ido insertando en el periódico bien conocido, intitulado
el Vapor. Barcelona 2 de mayo, cumpleaños de la declaración de guerra contra Bonaparte.
ADICIONES
Hablando de mi Padre, se me olvidó decir, que era el coplero de las concurrencias del país, y así quien lo hereda no lo hurta dice el refrán; pero media la notable diferencia de que el hijo no es repentista, sino con la tablilla de la pluma y el papel, cuando el padre lo era de boca sumamente ejecutivo.
En cuando a mis estudios zaragozanos, se me pasó expresar que de 13 a 14 años me gradué de bachiller en una Filosofía, de que ni el catedrático, ni los argumentantes, ni los oyentes, ni yo entendíamos un jota.
En materia de
romantismo, hay que añadir, que lejos de ser invención moderna, tenemos millares de modelos, si merecen este nombre, en nuestros antiguos, y si no, a ver ¿a qué clase pertenecen
la Vida es Sueño de Calderón, el monstruoso comedión de
los Amantes de Teruel por Montalbán, y otros infinitos?
En la descripción de París omití el hablar de mi amigo D. Juan Maury, malagueño, que ha traducido varios trozos de poetas nuestros en francés, y generalmente les ha hecho ganar en la versión; mas no le sucede así con Meléndez, en especial el
Romance de Rosaura y otros muchos, como él mismo lo manifiesta.
En cuanto a mis escritos, se me olvidó hablar de la Villancicos que compuse en Valencia, y constando de cinco partes, todas por supuesto en verso, venían a formar una ópera y no muy corta.
Tampoco hablé de una disertación sobre las Ventajas del rastrillo para sembrar, que mi íntimo amigo D. Martín Garay, siendo Director de la Sociedad aragonesa, hizo imprimir en Zaragoza, por cuenta de aquel cuerpo.
También se debe añadir que en Barcelona he corregido la traducción del Virrey,
Historia natural del Género Humano, he traducido
la Historia de la Revolución de Francia por Thiers,
las Cuitas de Werther del alemán, y estoy ahora traduciendo la
Julia de Rousseau.
En cuanto a empresas concluidas o proyectadas o principiadas, se pueden contar una traducción de todo el
Salustio.
Un curso de Literatura Castellana, esto es Gramática, Retórica y Prosodia, por un rumbo absolutamente nuevo.
La Historia Crítica de la Literatura Castellana desde su origen hasta nuestro días; y es mi ánimo escribirla sin abrir un libro, esto es, absolutamente de memoria.
En cuando a Poesías sueltas, además de los centenares de composiciones que se han publicado en los periódicos de diferentes partes, tengo en mi poder un número suficiente para formar una colección considerable.
Entre las bosquejadas, hay varios Sainetes, como
la Lonja de París;
la Bazofia, o el taller de los Comediones;
el Logrero, y el Poeta etc.
De Comedias,
La guerra de las Mujeres o las Criticonas;
Las Hermanas Rivales;
la Bachillera;
el Botarate;
el Bullanguero;
el Cobachuelo en tiempo de Florida-Blanca; el Majadero en su trono, u El Cacique de la Aldea etc. etc.; pero no corre priesa el versificarlas, diligencia que pronto estaría despachada, pues tampoco habría quien las representase, como me está sucediendo con la Fonda de París, comedia en cinco actos, concluida hace ya más de un año.
Se está imprimiendo
la Poética, poema en 12 cantos.