Mark Twain se interesó por las atrocidades congoleñas
gracias a la perseverante labor de Edmund Morel, quien lo visitó en Nueva York en octubre de 1904. Morel era un antiguo empleado de la naviera de Liverpool Elder Dempster, una de cuyas compañías subsidiarias tenía el monopolio del comercio con el Estado Independiente del Congo. Dado que dominaba perfectamente el francés, fue enviado a Amberes, donde se encontró en una posición privilegiada para comprobar las críticas cada vez más intensas a lo largo de la década de 1890 de los misioneros protestantes al trato acordado a los negros por los representantes del monarca belga. Por un lado, al conocer la verdadera carga de los barcos, supo que las cifras oficiales proporcionadas por el Estado Independiente del Congo y que se presentaban como deficitarias no se correspondían con las exportaciones y el precio del caucho; por otro, se percató de que la gran mayoría de sus importaciones estaba formada por armas. Emprendió entonces una campaña de denuncias en la prensa y, en 1902, abandonó su trabajo en la naviera para dedicarse por completo a denunciar las atrocidades perpetradas en el Congo. En 1903, fundó su propio periódico dedicado a la causa reformista, el
West African Mail. Con la ayuda de la Asociación para la Protección de los Aborígenes y el apoyo de diversas Cámaras de Comercio británicas, Morel logró que el Parlamento británico aprobara una protesta contra el trato a los congoleños y el monopolio comercial de Leopoldo II. También logró que el Ministerio de Exteriores encargara un informe a su cónsul en el Congo, Roger Casement. Dicho informe, publicado en 1904, tuvo una inmensa repercusión pública y condujo a la creación de la Asociación para la Reforma del Congo. Además, el documento fue enviado a todos los países asistentes a la Conferencia de Berlín y forzó al monarca belga a crear una comisión de investigación independiente, que al final confirmó lo documentado por Casement.
Tras su encuentro con Morel, Mark Twain se comprometió de lleno con la causa congoleña y a lo largo de 1905 desplegó una gran actividad intentando concienciar a la opinión pública y convencer a las autoridades estadounidenses para que adoptaran una posición de firmeza con Leopoldo II y dejaran de reconocer su dominio en el Congo. Morel le proporcionó el material necesario, los panfletos y las fotografías (procedentes de las colecciones de misioneros, como John Harris y su esposa Alice Seeley, así como del archivo de la Asociación para la Reforma del Congo); y Twain redactó el opúsculo en febrero de 1905, nada más terminar su primer soliloquio, el
Soliloquio del zar, escrito en respuesta a la matanza de obreros ocurrida en San Petersburgo el 22 de enero. Ambas obras son feroces diatribas contra la tiranía bajo la forma de monólogo autoexculpatorio de un monarca. La dedicada a Nicolás II, más breve, hace directamente un llamamiento al magnicidio; la relativa a Leopoldo II termina con la burla del rey ante la mansedumbre de la especie humana. Sin embargo, un pequeño detalle paratextual modifica por completo esa conclusión, puesto que a modo de apéndice Twain incluyó una entrevista de William T. Stead, considerado el pionero del periodismo de investigación, a John H. Harris. El texto lleva el elocuente título de «¿Hay que colgar al rey Leopoldo?». Harris, misionero baptista en el Congo, activo luchador en la causa antiesclavista y futuro diputado liberal en el Parlamento británico, defiende en esa entrevista que el monarca comparezca ante el tribunal de La Haya y sea juzgado según el derecho internacional. No es descabellado pensar que Twain matizó el arrebato regicida de su primer
Soliloquio y lo encauzó en el segundo hacia la petición de una justicia universal y de un proceso judicial con todas las garantías de la ley (aunque con la posibilidad de una condena a muerte).
Twain presentó el
Soliloquio del rey Leopoldo a la
North American Review, donde había visto la luz el
Soliloquio del zar, pero la editorial Harper & Brothers finalmente rechazó la obra, un comportamiento tras el cual Twain sospechó la mano de los agentes leopoldianos. Ante esa negativa, Twain cedió los derechos a la sección estadounidense de la Asociación para la Reforma del Congo, y la compañía Warren publicó una primera edición en septiembre y una segunda a finales de año (con una nota adherida a la primera página y fechada el 1 de enero de 1906 detallando la cesión de los beneficios a la ayuda humanitaria). También por esas fechas, en noviembre, Twain aceptó la vicepresidencia de la Asociación para la Reforma del Congo. Sin embargo, sus gestiones ante funcionarios y políticos estadounidenses sólo desembocaron al cabo de los meses, a finales de enero de 1906, en la respuesta oficial de que, en contra de lo que se afirmaba en el
Soliloquio, los Estados Unidos no habían ratificado el Acta General de la Conferencia de Berlín y, por lo tanto, no se consideraban responsables del comportamiento de Leopoldo II. En realidad, la conclusión de la Conferencia de Berlín en 1885 coincidió con un cambio de gobierno en los Estados Unidos, y el nuevo presidente, el demócrata Stephen Grover Cleveland, no quiso someter a la ratificación del Senado un documento que, en la medida en que suponía una implicación estadounidense en la política europea, podía constituir un precedente para socavar la doctrina Monroe y alentar la injerencia europea en el continente americano. Desalentado por la falta de progresos, Twain se retiró de la primera línea del «combate congoleño». En enero de 1906, escribió explicando esa decisión: «No soy una abeja, sino una luciérnaga».
Utilicé el
Soliloquio del rey Leopoldo en la asignatura de Traducción Literaria impartida en un máster de la Facultad de Traducción e Interpretación de la Universidad Autónoma de Barcelona durante el curso académico 2011-2012. Deseo dejar constancia aquí de los nombres de los asistentes al máster. Tuvieron que padecer la lectura minuciosa de las atrocidades congoleñas, algo que seguramente no habían imaginado en el momento de matricularse en el curso; en cambio, espero que disfrutaran luchando con la prosa de Twain y ejercitándose en los placeres de la traducción. La traducción que aquí se presenta está basada en mi trabajo preparatorio de las clases y fue ofrecida a los alumnos para que la utilizaran en su reflexión final sobre lo aprendido a lo largo de la asignatura; una reflexión que incluía, entre otras cosas, un apartado con un análisis de las traducciones y un examen comparativo de sus aciertos y defectos. Fueron Marta Álvarez Vargas, José Fernando Calderón, Glòria Domènech Sanahuja, Tian Jiao Ding, María Fernández Jiménez, Martine Hansen, Alexandra Martínez, Mónica Muñoz García, Alba Nadal Lobo, Herminia Páez Prado, Eva Rosell Puig y Ling Tian.
(T)