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Literatura,
literatos y la construcción de una ideología imperial británica
La
influencia de los procesos coloniales e imperiales en la literatura
europea se remonta a la conquista de América. En el caso inglés,
son numerosos los textos literarios que admiten una lectura a la luz
del encuentro con las culturas no europeas y
la consiguiente formulación de un discurso colonial, de
subordinación
y dominación del otro. La tempestad (1611) de Shakespeare
y Robinson
Crusoe (1719)
de Daniel Defoe se han interpretado a menudo
en este sentido. Observaba ya James Joyce en 1912 a propósito
de Robinson
Crusoe:
El auténtico símbolo de la conquista británica
es Robinson Crusoe, quien, abandonado en una isla desierto con un cuchillo
y una pipa en
el bolsillo, se convierte en arquitecto, carpintero, afilador, astrónomo,
panadero, constructor de barcos, alfarero, talabartero, granjero,
sastre, paragüero y cura. Es el auténtico prototipo del
colono inglés,
mientras
que Viernes,
el fiel esclavo que llega en un día infortunado, es el símbolo
de las razas sometidas.
Con todo, la
afirmación
en los siglos XVII y XVIII del emergente discurso colonial en la
literatura inglesa no fue lineal. Otros textos, como Los viajes
de Gulliver (1725)
de Jonathan Swift, pueden interpretarse en sentido contrario. Asimismo,
la concepción
dieciochesca de la bondad del estado natural del hombre frente a su
corrupción
en sociedad, en estado «civilizado», sirvió para
cultivar el etnocéntrico mito del «buen
salvaje»,
pero también para desautorizar las prácticas coloniales
en la medida que al «buen salvaje» se le atribuía
una moralidad impoluta, incontaminada, de la que carecía el
europeo. Fue en el siglo XIX cuando el discurso colonial se desarrolló
hasta el punto de que puede hablarse de la construcción
cultural de una auténtica ideología imperial británica,
entendida ésta
como un conjunto de falsas creencias legitimadoras de
la expansión imperial y las prácticas coloniales, expresadas
en muchos casos de manera explícita
y ampliamente compartidas.
La ideología imperial se manifestó en casi todos los
órdenes de la vida intelectual, desde los escritos políticos
a la literatura, pasando por el periodismo o la historia, y floreció a
lo largo de lo que algunos historiadores han denominado «segundo
imperio», en particular desde mediados de la era
victoriana hasta la Primera Guerra Mundial, cuando
el dominio británico
se expandió hasta
abarcar la quinta parte de la superficie del planeta y casi una
cuarta parte
de su población. En el ámbito literario, la presencia
del proceso imperial y las reacciones
derivadas del contacto intercultural fueron recurrentes a lo largo
del siglo XIX, tanto en los textos de ficción
como en las opiniones emitidas por numerosos escritores en ensayos,
artículos y su correspondencia. Durante la era victoriana,
el proceso imperial no sólo
fue el sustrato que alimentó un
extraordinario despliegue de la narrativa colonial,
desde Las
confesiones de un asesino thug (1838) de Philip Meadows Taylor
hasta El
preste Juan (1910)
de John Buchan, sino también
el inevitable trasfondo de muchas novelas ajenas a la representación
de las colonias, pero en las cuales abundan las alusiones y aparecen
con frecuencia personajes y situaciones
relacionadas
con las mismas como recurso narrativo. Más
aún,
algunos críticos
han leído subtextos coloniales
en novelas tan dispares y en apariencia tan distantes de las colonias
como Jane
Eyre (1849)
de Charlotte
Brönte o Daniel Deronda (1876) de George Eliot, para
citar sólos dos ejemplos. Los estereotipos étnicos
y raciales, los territorios y paisajes exóticos,
la exploración y
la aventura, la afluencia de riqueza de ultramar o la emigración
forman parte de
los variados temas y motivos de la literatura victoriana y
eduardiana vinculados
con la
expansión imperial, así como el orientalismo que
ya habían
cultivado con asiduidad los románticos. Su tratamiento
reflejó
—y en algunos casos ayudó a
conformar y perpetuar— la imagen de un centro metropolitano
que se definía cada vez más en oposición
a la periferia colonial, estableciendo de este modo
una jerarquía
en cuya cúspide se situaban las ideas y prejuicios dominantes
de la sociedad inglesa sobre raza, género y clase. Por
otra parte, la literatura contribuyó a medida que avanzaba
el siglo a la elaboración y difusión de un mito
muy distinto al del «buen salvaje»,
el de la «misión
civilizadora», que se sustentaba
en la creencia de la superioridad racial, cultural y moral de
los
ingleses
respecto a pueblos
considerados primitivos o bárbaros, y en la asunción
de que su destino como nación supuestamente avanzada era
dominarlos. Entre 1880 y 1914, en el cénit
del poder imperial, la novela popular transmitía una versión
distorsionada y romántica de la expansión, con rasgos
casi propagandísticos, como muestran el arquetipo del gran
cazador blanco cultivado por Henry Rider Haggard o las héroes
de George Henty. Con títulos
tan evocadores como A través de los pasos afganos, Maoríes
y pobladores, Por puro coraje, o un relato de la guerra asanti,
Con Clive en la India o los comienzos del imperio, y Los
jóvenes
colonos: una historia de las guerras zulú y boer, los
relatos de Henty loaban las virtudes patrióticas y cristianas
de la casta militar y los granjeros destacados en los lejanos confines
del imperio a través de las aventuras de adolescentes que
terminaban convirtiéndose en perfectos caballeros ingleses.
La literatura recogió y amplificó así un tópico
que formaba parte tanto del imaginario colectivo como de la realidad
cotidiana:
de un modo u
otro, el
mito de la «misión
civilizadora»
justificó a lo largo del siglo XIX y buena parte
del XX la vasta empresa práctica
de sujección
política
y explotación
económica de los territorios conquistados.
La era victoriana:
racismo y misión civilizadora
Si un hecho puede sorprender en la relación entre literatura
e Imperio Británico es que son muy escasos los textos de la
narrativa victoriana que pueden adscribirse a una
visión
crítica
del imperialismo. Dado
que
la
novela,
por definición,
no es un género monológico, tampoco eso significa que
los escritores victorianos se constituyeran en apologistas
explícitos
del imperio a través de
sus ficciones; la sátira, la ironía, los conflictos
y las ambiguedades sobre el colonialismo están
muy presentes en algunas obras. Pero sí que
sus puntos de vista no parecen muy distintos del estrecho margen
en que se planteó la construcción de una ideología imperial. En algunos
textos que tienen espacios geográficos coloniales como escenario
se trasluce de un manera casi evidente,
como La
odisea de unos prisioneros ingleses (1847),
de Charles Dickens, ambientada en Belize, que termina con la salvadora
intervención del ejército y la Armada Real después
de la traicioneras acciones de un nativo . Y, sobre todo,
expresaron en
otros escritos
más
monológicos
puntos de vista
enaltecedores
del imperio o, alternativamente, puntos de vista sin los cuales la
misma idea de imperio hubiera sido inconcebible pese a que no se
adhirieran
a la
política imperial del momento. Según Patrick
Only on the narrowest definition
of imperialism as the explicit advocacy of hte acquistion of new
territory can it be said that any
major early Victorian writer or politician was anti-imperialist
Es
notable en este sentido que las asombrosas anticipaciones de Marx
a propósito
de la globalización que
implicaba la revolución industrial y el ascenso de la
burguesía
fueron escasamente comprendidas en su propia época.
En 1853, Marx escribía
en un artículo
publicado en inglés en el New
York weekly y titulado «El
futuro de la dominación británica en la India»:
Los
devastadores efectos de la industria inglesa en la India —país
de dimensiones no inferiores a las de Europa y con un territorio
de
150 millones
de acres— son evidentes y
aterradores. Pero no debemos olvidar que esos efectos no son más
que el resultado orgánico de todo el actual sistema de producción.
Esta producción descansa en el dominio supremo del capital.
La centralización del capital es indispensable para la existencia
del capital como poder independiente. Los efectos destructores de
esa centralización sobre los mercados del mundo no hacen más
que demostrar en proporciones gigantescas las leyes orgánicas
inmanentes de la economía política [...] El período
burgués de la historia está llamado a sentar las bases
materiales de un nuevo mundo: a desarrollar, por un lado, el intercambio
universal, basado en la dependencia mutua del género humano,
y los medios para realizar ese intercambio; y, de otro lado, desarrollar
las fuerzas productivas del hombre y transformar la producción
material en un dominio científico sobre las fuerzas de la
naturaleza. La industria y el comercio burgueses van creando esas
condiciones materiales
de un nuevo mundo del mismo modo como las revoluciones geológicas
crearon la superficie de la tierra.
Con independencia de la valoración que merezca el determinista
juicio de Marx sobre la empresa imperial como parte de una fase
histórica
inevitable, su percepción
de que era un resultado de las fuerzas del capitalismo,
de la
evidente
superioridad
material y tecnológica de las nuevas sociedades industriales
frente a las sociedades agrarias, contrasta con la conciencia
al respecto que tenía
la mayoría
de literatos victorianos, dominados por la noción de
raza. Los despectivos comentarios de Thomas Carlyle sobre la
abolición
de la esclavitud y su caricaturesco retrato
de los africanos en el panfleto Discurso de circunstancias
sobre la cuestión negra, o la degradante visión
del «nativo» como un ser de instintos animales,
sediento de muerte y sangre, que Charles Dickens expuso con
el sarcástico título de El
noble salvaje —textos
ambos publicados también en 1853, el mismo año
del mencionado artículo
de Marx— eran
el reflejo de una extendida opinión, que se acentuaría
con la rápida
divulgación
del darwinismo social y las teorías eugenésicas.
Fue tal el convencimiento de muchos escritores victorianos sobre
la
naturaleza inferior de los
pueblos subyugados que, en 1865, después de que
las tropas británicas colgaron o fusilaron a más
de cuatrocientos jamaicanos para aplastar la rebelión
de la bahía
de Morant y de que un comité encabezado por John
Stuart Mill pidiera que se procesara por asesinato al gobernador
de la isla, Edward Eyre, un nutrido grupo,
que incluía a Matthew Arnold, John Ruskin, Alfred
Tennyson
y Anthony Trollope, además de Carlyle y Dickens,
salió en
defensa de Eyre por haber restablecido la ley y el orden.
Que la idea
de inferioridad racial sirvió para legitimar la
empresa imperial todavía es más patente si
se considera que la categoría de los primitivos
incluyó durante largo tiempo no sólo a la
totalidad de los pueblos de orígen no europeo, sino
también
a los «incivilizados» irlandeses,
los únicos rebeldes a la corona en la misma Europa.
Charles Kingsley, cuyas novelas mostraban por otra parte
sinceras inquietudes
sobre las injusticias a las que eran sometidas las clases
populares inglesas, escribía tras un viaje a Irlanda: «estoy
asombrado por los chimpancés humanos que he visto
[...] no creo que sea por su culpa [...] pero ver chimpancés
blancos es terrible; si fueran negros, no se notaría
tanto». Para muchos contemporáneos, la inferencia
era obvia: de
esta inferioridad innata de se
derivaba el derecho de Inglaterra a gobernar el mundo
y moldearlo a su imagen y semejanza. Así lo
creía
John Ruskin, quien en la primera lección que dio
en Oxford bajo el significativo título de «El
deber imperial» (1870), afirmaba
que «somos [...]
un raza que todavía no ha degenerado, una raza en
la que se mezcla la mejor sangre nórdica» y
que Inglaterra debía «fundar
colonias tan lejos y con tanta celeridad como sea capaz,
formadas por sus más enérgicos y valiosos
hombres».
Anthony Trollope, por su parte, tras describir en su libro
de viajes Australia
y Nueva Zelanda (1873) a los aborígenes como «salvajes
imposibles de erradicar» y a los maoríes como
sometidos «al incubo de la bárbara superstición»,
anunciaba que la «civilizacion» seguiría
su rumbo y que ambas culturas
se desvanecerían ante la presión colonial.
No es extraño,
pues, que la colonia modélica
no fuera otra que aquella poblada masivamente por anglosajones
u
otros europeos «evolucionados», condición
que sólo llegarían a alcanzar Canadá,
Australia y Nueva Zelanda —como antes la habían
alcanzado las antiguas colonias estadounidenses—,
pero que muchos veían
como el futuro de todos los territorios bajo la autoridad
de la corona,
en consonancia con las fantasiosas predicciones del antropólogo
y explorador William Winwood Reade en su popular libro África
salvaje (1863):
Este
vasto continente será dividido al final en partes casi iguales
entre Francia e Inglaterra [...] África será redimida
[...] y puede que ellos [los africanos] sean exterminados en el transcurso
de esta tarea amistosa. Tenemos
que aprender a mirar este resultado sin perder la compostura. Ilustra la beneficiosa
ley de la naturaleza de que los fuertes deben devorar a los débiles
[...] Cuando los cockneys de
Timbuctú tengan
sus járdines
para tomar el té en los oasis del Sahara; cuando los hoteles y los guías
turísticos se establezcan en las fuentes del Nilo; cuando se ponga de
moda salir a navegar por los lagos de la Gran Meseta; cuando los aristócratas
construyan casas solariegas en África Central; entonces habrá parques
con elefantes y estanques con hipotótamos donde jóvenes damas
sentadas bajo las palmeras en sillas de campaña leerán con lágrimas
en los ojos El último de los negros [...].
Ciertamente, no todos compartían las amistosas ansías de exterminio
de W. Winwood Reade. Si algunos victorianos se centraron en las
diferencias para
mostrar el carácter esencialmente bestial, brutal o atrasado de los
demás grupos
humanos, otros, en cambio,
enfatizaron
el
carácter de Inglaterra como el país más avanzado del
mundo y, en consecuencia, sostuvieron que las poblaciones que
controloban no hacían ni harían más que beneficiarse
del imperio, aunque compartieran con los primeros el rampante racismo de
la época.
Tal como lo expresaba orgullosamente un artículo
del Illustrated
London News en 1848:
Puede decirse de nosotros como pueblo que somos prominentes
entre todas las naciones de la tierra. Nuestro espíritu gobierna
el mundo. Nuestra sabiduría se ha incorporado a la composición
[...] de la mitad del globo. Nuestra presencia, tanto física
como intelectual, es manifiesta en todos los climas bajo el sol.
Nuestros veleros y vapores cubren los mares y lo ríos.
Refinamos y civilizamos cada lugar que conquistamos.
La preocupación
de algunos imperialistas tempranos era en este sentido cómo
occidentalizar los pueblos conquistados, dando por sobreentendido
que su barbarie los hacía
incapaces no ya de gobernarse, sino de valerse por
sí mismos.
En sus discursos y
escritos
sobre
la educacion en la India
(1833-1835), Thomas
Macaulay
se servía
de analogías con el Imperio Romano para insistir
en la urgencia de implantar el inglés y crear «una
clase de personas, indias en cuanto a la sangre y el
color, pero inglesas
en cuanto a gustos, opiniones y pensamientos»,
que sirviera de herramienta para inculcar los valores
de la
metrópoli
a la masa de habitantes del subcontinente, ya que «todos
los libros escritos en sánscrito
son menos valiosos que lo que puedan contener los más
míserios
compendios utilizados en las
ecuelas primarias inglesas». Los escritos de
Macaulay ponen de manifiesto que la misión
civilizadora del imperio podía verse también
desde una perspectiva
más benevolente o filantrópica, aunque
no por ello menos etnocéntrica
ni menos empeñada en imponer un orden económico
y cultural dictado por la metrópoli. El argumento
filantrópico
había sido desarrollado por primera vez por
el utilitarista James Mill en su Historia
de la India (1817), quien juzgaba que los pueblos
no europeos se ilustrarían gracias a la interacción
con los europeos, con los consiguientes efectos de
su progreso
y el incremento de su felicidad. Transformado en un
argumento de sesgo asimilacionista que asociaba la
mejora del bienestar de
las poblaciones dominadas a la adopción
de la religión, la moral, la tradición
cultural y las prácticas
sociales metropolitanas, inherentemente superiores,
la idea fue
popularizándose en los decenios siguientes.
A mediados de siglo, el misionero y explorador David
Livingstone
se indignaba en sus Viajes (1857)
ante el tráfico
de esclavos practicado por los árabes en África
y sostenía
que la curación
residía en el establecimiento del comercio y
el cristianismo. En La isla del coral (1858)
de Richard Ballantyne, la robinsoniana novela de aventuras
ambientada
en los mares
del Sur que tanto influyó en Stevenson, se
distingue cuidadosamente entre los temibles caníbales
y los amables polinesios evangelizados, puestos bajo
la tutela de misioneros como Livingstone. En algunos
aspectos,
esta perspectiva filantrópica, por más
tibia que a veces fuera, quizá ayudó a
moderar el racismo subyacente en la empresa imperial
e hizo
que
las fronteras
de raza se parecieran cada vez más a las rígidas
fronteras de clase de la sociedad inglesa contemporánea
en lugar de orientarse hacia variantes más extremas.
Entre
1870 y 1914, en la fase más acelerada y agresiva
de la expansión, la representación racista
de los pueblos no europeos tomó paradójicamente
cada vez más
la forma de símiles con la infancia, con la
consiguiente adopción de un ideal que oscilaba
entre el autoritarismo y el paternalismo, de control
y represión, violenta cuando fuera el caso,
pero también de tutela y protección,
no muy distinto del que tenían las
clases altas sobre las clases populares en la misma
Inglaterra. Herbert Spencer, en un La intersección
entre racismo y clasismo Quizá el
mayor exponente finisecular de este ideal paternalista
fue
Rudyard
Kipling, que
parecía concebir el imperio como una tarea ingrata,
pero necesaria: «la pesada carga del hombre blanco».
Para Kipling, el imperio proporcionaría estabilidad
y paz a los paganos, aliviaría el hambre y las
enfermedades, y aboliría la esclavitud, aunque
fuera a costa de enviar los hijos de la madre patria
al «exilio» para servir a los «cautivos»,
así como del «odio» de aquellos
a quienes el imperio «guardaba», tal como
reconocía no exento de lucidez en los versos
de su famoso poema dedicado al almirante estadounidense
que ocupó las Filipinas. Los numerosos relatos
coloniales de Kipling
Visiones
críticas y la literatura anticolonial
de George Orwell
or otra parte, a lo
largo del proceso de expansión, el imperio había
terminado por ser una realidad heterogénea,
en la que coexistían colonias con una población
blanca dominante, que gozaban de amplia capacidad de
autogobierno, y extensos territorios con una abrumadora
mayoría de población «de color»,
administrados por reducidos aparatos burocráticos
y militares que dependían de la metrópoli.
Algunos propagandistas manifestaban que algún
dia, en cuanto salieran de su estado «infantil» y
alcanzaran el grado conveniente de «civilización»,
los asiáticos, africanos o antillanos podrían
gozar también de la benéfica libertad
que caracterizaba las instituciones parlamentarias
inglesas; mientras tanto, el uso de la coacción
y la fuerza resultaba justificado. Pese a las pruebas
en contra, la magnanimidad de Gran Bretaña hacia
sus posesiones era un tópico tan extendido que
la edición de 1911 de la Enciclopedia Británica
aclaraba en las primeras líneas del artículo «Imperio
Británico» que «el término
se usa más por conveniencia que por la equivalencia
en cualquier sentido que pueda tener con los viejos
o despóticos imperios de la historia».
Si la seguridad del imperio había sido un modo de exorcizar
La carnicería
de la Primera Guerra Mundial resquebrajó la
confianza en la mística imperial, íntimamente
asociada con la exaltación de la realeza, el
patriotismo y el militarismo que habían dominado
la vida pública inglesa en los años anteriores
a 1914.Only complete political confusion and naive optimism
can prevent the recognition that the unavoidable efforts
at trade expansion by all civilized bourgeois-controlled
nations, after a transitional period of seemingly peaceful
competition, are clearly approaching the point where
power alone will decide each nation's share in the economic
control of the earth, and hence its people's sphere
of activity, and especially its workers' earning potential
La
crisis del Imperio Británico empezó a gestarse durante
la Primera Guerra Mundial, uno de cuyos efectos fue el surgimiento
de los primeros movimientos anticoloniales en la India, Egipto, Medio
Oriente y Suráfrica, acompañada de una creciente sensación
de inquietud en la metrópoli. , reflejaba H. G Wells
En
1941, en el fragor de la guerra siguiente, el mismo George Orwell aludiría en su ensayo
sobre Rudyard Kipling al desencanto de los años
veinte respecto al imperialismo victoriano y eduardiano:
Tras la mayor de las victorias que nunca había conocido, Gran Bretaña
era menos potencia mundial que antes [...] Las virtudes habían desaparecido
de las clases que él [Kipling] idealizaba, los jóvenes eran hedonistas
o desafectos, el deseo de pintar el mapa de rojo se había desvanecido.
No podí entender lo que ocurría por que nunca había entendido
las fuerzas económicas que subyacen en el imperialismo. Es notable que
Kipling no parezca darse cuenta, como le ocurre al soldado raso o al burócrata
colonial, que el imperio es ante todo un asunto de dinero. El imperialismo tal
como él lo ve es una especie de evangelización a la fuerza. Apuntas
una ametralladora Gatling hacia una turba de «nativos» desarmados
y luego instauras la «ley», que incluye carreteras, ferrocarriles
y un tribunal de justicia.
Las contradicciones
entre el enunciado civilizatorio y la sórdida
realidad del expolio, así como el devastador efecto
de en las sociedades y culturas locales, afloraron ya
a finales de la era victoriana y durante el período
eduardiano, incluso entre quienes eran En el cambio de
siglo, Arthur Conan Doyle
podía
imaginar en una novela a los rebeldes del Sudán
como bandidos crueles y sanguinarios (La tragedia
de Korosko,
1892) y defender en un ensayo la causa imperial en la
guerra de los bóers (La guerra en Suráfrica,
1902) a la par que denunciaba en otro los trabajos forzados,
las torturas y los asesinatos en las plantaciones de
caucho del llamado Estado Libre del Congo, un feudo del
rey Leopoldo
II de Bélgica, y participaba activamente en la
campaña
internacional para ponerles fin (El crimen del Congo,
1909). Joseph
Conrad retrató este conflicto de manera magistral
en El
corazón
de las tinieblas (1899)
desde el punto de vista de la aterradora senda de la
degradación
moral del colonizador.
Eran conquistadores,
y eso lo único que requiere es fuerza bruta,
nada de lo que pueda uno vanagloriarse cuando se posee,
ya que la fuerza no es sino una casualidad nacida de
la debilidad de los otros. Se apoderaban de todo lo que
podían. Aquello era verdadero robo con violencia,
asesinato
con agravantes en gran escala, y los hombres hacían
aquello ciegamente, como es natural entre quienes
se debaten en la oscuridad. La conquista de la tierra,
que
por lo general consiste en arrebatársela a quienes
tienen
una tez de color distinto o narices ligeramente más
chatas que las nuestras, no es nada agradable cuando
se
observa con atención. Lo único que la redime
es la idea.
Una idea que la respalda: no un pretexto sentimental
sino una idea; y una creencia generosa en esa idea, en
algo que se puede enarbolar, ante lo que uno puede postrarse
y ofrecerse en sacrificio...
En
1897 Olive Schreiner denunció en
la novela El
soldado Peter Halket del país
de los xona el
genocidio emprendido por Cecil Rhodes y sus socios
para apoderarse de los yacimientos auríferos al norte
del río
Limpopo, en la actual Zimbabwe. en Imperialismo:
un estudio (1902),
John Atkinson Hobson analizó por primera vez de
manera sistemática
la expansión
imperial como el resultado de la búsqueda de ganancias
en ultramar por parte de las élites
dominantes, a la cual se subordinaba la acción
del estado, y sostenía
que era tan innecesaria como inmoral.
Sin embargo,
para la mayoría
de los ingleses contemporáneos, el caso congoleño
y otros eran una desviación,
una anomalía,
no un resultado inevitable del imperialismo, menos del británico.
En este contexto, la posición de la generación del Orwell
fue singular, ya que creció en pleno apogeo de la
idea imperial, pero su juventud estuvo marcada por el inicio
de su decadencia. Al
igual que Kipling, Orwell había nacido en la India
en el seno de una familia inglesa y se educó en
la metrópoli para
regresar luego al subcontinente. Su formación en
Eton le abrió el
acceso a algún tipo de carrera en la administración
y en 1922, a los diecinueve años, ingresó en
la policia imperial india y fue destinado a Birmania, donde
se entrenó y
sirvió como
subcomisario en diversos lugares hasta renunciar en 1927.
Pese a que el imperio incluso
se había engrandecido territorialmente después
de la guerra, la Birmania que encontró en 1922 era
bastante distinta de la disciplinada India que Kipling
había encontrado en 1882.
Las agrupaciones fundadas por el monje budista U Ottama
boicoteaban los productos británicos siguiendo el
ejemplo de Gandhi, en 1920 los estudiantes de la recién
fundada universidad de Rangún
se habían declarado en huelga y la atmósfera
era de hostilidad, aunque la tensión no estalló hasta
1930 en forma de una rebelión campesina encabezada
por otro monje, Saya San, que fue colgado en 1931. Paradójicamente,
fue esta experiencia como servidor del imperio la que forjó su
profundo rechazo al colonialismo. En el supuesto de que
el joven etoniano
partiera con algún entusiasmo
romántico, pronto se decepcionó al observar
el trato que sus compatriotas reservaban a los asiáticos,
como él mismo
evocaría
en 1940 estableciendo un paralelismo con el racismo hitleriano:
Cuando el otro día leí la afirmación
del Dr. Ley [ministro de Trabajo de Hitler] de que «las razas
inferiores, como los polacos y los judios» no necesitan comer
tanto como los alemanes, me acordé de repente de lo primero
que vi cuando pisé suelo
asiático [...]. El paquebote en el que viajaba atracó en
Colombo [Ceilán] y el habitual enjambre de culíes subió a
bordo para desembarcar el equipaje. Algunos policías, entre
los cuales se encontraba un sargento blanco, los supervisaban. A
uno de los culíes le habían dado una larga y estrecha
capotera, y la cargaba con tanta torpeza que ponía en
peligro las cabezas de la gente. Alguien lo increpó por su
descuido. El sargento miró alrededor,
vió lo que el hombre hacía y le propinó un terrible
puntapié en el trasero que lo hizo tambalear a lo largo del
muelle. Hubo un murmullo de aprobación entre algunos
pasajeros, incluidas mujeres.
Tres textos de la
década de 1930 dan cuenta de la profunda repugnancia que le
había inspirado su trabajo, así como el desprecio
por los birmanos y la brutalidad que imperaban
entre los ingleses. Por un lado, dos relatos breves
autobiográficos, «Un
ahorcamiento» y «Matar un elefante»,
que aparecieron respectivamente en 1931 y 1936 en las
revistas Adelphi y New
Writing. Por otro, la primera de sus novelas, Los
días
de Birmania (1934),
centrada en la árida comunidad de militares,
policías
y hombres de negocios británicos residentes en el ficticio
pueblo de Kiauktada, que terminó publicándose
inicialmente en Estados Unidos a causa del miedo de los
editores londinenses a una denuncia
por libelo. Según
confesó, Orwell experimentó un
fuerte sentimiento de culpa durante estos años,
que reflejó en
el protagonista de Los días de Birmania,
John Flory, un agente de una compañía maderera con el rostro desfigurado
por una marca de nacimiento. A diferencia del resto de ingleses,
que forman una sociedad cerrada y se consideran a sí mismos
una aristocracia racial, Flory vive atrapado entre el interés
y la simpatía
que siente por el país,
la repulsión
que le provoca la violencia de la que son objeto
los birmanos y su cobardía para rebelarse:
Tu
vida es una vida de mentiras. Te sientas año tras año
en pequeños clubes donde pasea el fantasma de Kipling, con el
whisky a tu derecha, el pinkun a tu izquierda, mientras
escuchas como el coronel Bodger desarrolla su teoría sobre que
deberíamos
arrancar la piel a tiras a los malditos nacionalistas . Escuchas
que llaman «indiecitos
de mierda» a tus amigos orientales y asientes con diligencia
a que son indiecitos de mierda. Ves haraganes recién salidos
del colegio que dan puntapies a criados de pelo gris. Llega un momento
en que
te enciendes de odio hacia tus propios compatriotas, en que anhelas
que una rebelión de los nativos ahogue su imperio en un charco
de sangre. Y no hay nada honorable en eso, ninguna sinceridad... Eres
una criatura del despotismo, un pukka sahib, atado con más
fuerza a un inquebrantable sistema de tabues que un monje o un salvaje.
Al
igual que otra novela de la época pionera por su mirada
crítica hacia el imperio, Pasaje a la India (1924)
de E.M. Forster, el núcleo de los textos del ciclo birmano
de Orwell no es tanto la opresión
que sufren los colonizados, pese a que a veces se describe
con
detalle,
como
el efecto
corruptor que el colonialismo ejerce en el mismo colonizador, la
perversidad
del sistema de relaciones entre opresores y oprimidos, que contamina
a ambas partes. En Los
días de Birmania, casi todos
los ingleses sienten su indeseada presencia en
el país
como una condena, como una forma de ostracismo, y actúan
con una inhumanidad que es el espejo invertido de la inhumanidad
que
creen
reconocer en los nativos. Son el acabado producto de la ideología
imperial victoriana, pequeños tiranos que sufren a su vez
por la expatriación
y odian un país que les resulta tan ajeno
como repugnante por su distancia geográfica y cultural con
la idílica
Inglaterra natal. Pero, junto con los ingleses, también
aparecen los híbridos locales, el fruto que el imperialismo
ha sembrado en las mismas colonias: el magistrado U Po Kyin,
calculador, oportunista y venal, dispuesto a aprovecharse
del yugo británico para sus propios fines y a ser uno más
en la pirámide de pequeños tiranos; y el ingenuo doctor
Veraswami, un médico
lector de rancios escritores como Carlyle y Meredith, a quien los
británicos
ignoran pese a su casi patética anglofilia. Ambos compiten para
que los admitan como
miembros
del club
inglés local,
al que
debe
ingresar por una nueva ley al menos un nativo,
hecho que escandaliza a los blancos, que intrigan para que no suceda.
A esta
galería
de personajes que participan de
la
falsa conciencia imperial, Orwell le superpuso
en
la voz de Flory su propio punto de vista sobre
la razón última del imperialismo, cercana a las opiniones
de Marx o Hobson. Y es Flory, un inglés,
quien intenta que su amigo Veraswami, un indio, se de cuenta del impulso
depredador que se esconde tras palabras grandielocuentes como «civilización» o «progreso»:
¿Cómo no puede comprender que estamos en este país con el
solo fin de robar? ¡Es tan simple! Los funcionarios del gobierno sujetan
Birmania mientras el hombre de negocios vacía sus bolsillos. ¿Cree
que mi compañía obtendría contratos de madera si el país
no estuviera en manos de los británicos? ¿O las demás compañías
madereras, petroleras y mineras, o los plantadores y los comerciantes? ¿Cómo
podría el cártel del arroz seguir esquilmando al infortunado campesino
si no tuviera el gobierno detrás? El Imperio Británico sólo
es un instrumento para proporcionar monopolios comerciales a los ingleses.
La alienación del colonizador es asimismo el tema
de «Un ahorcamiento» y «Matar un elefante».
En «Un ahorcamiento», Orwell describe el proceso
de ejecución
en la horca de un prisionero como un
desagradable trámite que cumplen
de manera rutinaria los militares y policías
encargados
de
la tarea, y el relato termina con el grupo
riéndose y bebiendo
mientras
el cadáver
todavía
cuelga de
la soga. Por su parte, los dilemas del protagonista de «Matar
un elefante» recuerdan los del protagonista
de
Los días de Birmania. De nuevo, pese a
que el policia protagonista rechaza en su
interior
el
imperio,
se adapta
a una posición
que él
mismo sabe usurpadora, ilegítima.
Ante el desorden público provocado por un elefante,
un incidente en principio menor, se ve sometido al escrutinio
de una multitud de birmanos y finalmente actúa sólo para
mantener intacto su prestigio,
el poder
simbólico
propio de su condición, ante la expectante masa que lo observa,
sin atender a sus sentimientos ni lo que le dicta el sentido común.
La conclusión El policía que encarna por
un instante la fuerza arrolladora del imperio ante los birmanos, el
hombre blanco, uniformado y armado, se encuentra prisionero de sí mismo
y ha perdido su individualidad, falto de la capacidad o la voluntad
para tomar sus
propias decisiones.
El
desasosiego
de Orwell es patente: «cuando
el hombre blanco se vuelve un tirano, es su propia libertad la que
destruye».
El ciclo birmano de Orwell, junto con las novelas de Conrad, Schreiner
y Forster, constituyen los principales textos antes del comienzo de
la desintegración
del imperio a partir de la independencia de la India en 1947. Todos
comparten con Orwell el rasgo biográfico de su conocimiento
directo de la vida cotidiana en las colonias. Conrad fue patrón
de un barco fluvial en el Congo entre 1889 y 1891, ; Schreiner era
surafricana, su hermano llegó a primer ministro del dominio
; Forster viajó numerosas veces a la India y fue
secretario
privado
del marajá
de Dewa en los años 20. No
deja de ser un balance escaso si se compara con las innumerables relatos,
novelas, opúsculos, libros de viajes y poemas donde, de manera
directa o indirecta, se hace apología del imperialismo o se
lo contempla como
una realidad tan inmutable como el sistema solar. Algunos críticos
han destacado, además,
el rasgo común Es conocido
el duro
ataque en
este
sentido que
realizó
el escritor Chinua Achebe a propósito de El corazón de
las tinieblas
Both works stand out as being exceptionally complex in that both present
a realistic depiction of the historical circumstances in which they were
written, both feature characters who espouse the ideology of the dominant
culture, yet both also treat members of the "backward" countries
with seriousness and sympathy as well as raising questions about the
imperial mission itself in ironically drawing attention to its flaws.
En palabras de George
Orwell:As
Joseph Conrad wrote in Heart of Darkness:
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Eric
Blair nació en 1903 en Motihari, una pequeño pueblo de
la región de Bengala fronterizo con el Nepal, en el seno de
una familia cuya suerte estaba estrechamente vinculada al imperio.
Unas generaciones atrás, la familia había ocupado una
posición preeminente en la escala social: el bisabuelo era propietario
de plantaciones y esclavos en Jamaica y entró en las filas de
la aristocracia gracias al matrimonio. Sin embargo, la fortuna pronto
se evaporó y el abuelo paterno, pese a ser primo del duque de
Westmoreland, tuvo que trabajar para vivir: se hizo capellán
y ejerció el magisterio en la India y Tasmania antes de radicarse
como vicario en Dorset, un ejemplo de cómo el imperio constituyó una
tabla de salvación para los hijos indigentes de la nobleza inglesa.
El padre, Richard Blair, siguió los mismos pasos y entró como
funcionario en la administración civil india, donde obtuvo un
humilde puesto en la sección dedicada a supervisar el lucrativo
comercio del opio, y se casó con la hija de un comerciante de
té asentado en Birmania. Seis años después, mientras
el matrimonio residía en este minúsculo enclave fronterizo,
nació su primer hijo.
Apenas un año después de su nacimiento, la madre se lo
llevó a Inglaterra, mientras que el padre permaneció en
la India hasta su jubilación en 1912. Tras pasar por diversas
escuelas de élite gracias a los sacrificios de la familia, una
beca le permitió estudiar en Eton, pero no llegó a acceder
a la universidad. Falto de cualquier otra perspectiva, en 1922 Eric entró en
la polícia imperial india como subinspector, una decisión
en la que intervino el círculo familiar, y fue destinado a Birmania.
Cinco años más tarde renunció aprovechando un permiso
y eligió voluntariamente transitar un tiempo por la pobreza, una
experiencia que lo marcaría profundamente. En 1932, la narración
de sus desventuras, Sin blanca en París y en Londres,
fue aceptada por el editor Víctor Gollancz. Fue entonces cuando
adoptó el pseudónimo de George Orwell.
La afirmación de la vocación literaria de Orwell fue paralela
a su progresiva toma de conciencia política. Durante la primera
mitad de la década de 1930, subsistió primero como maestro
de escuela y luego como librero, empleos que combinó con colaboraciones
periodísticas, y entabló una estrecha relación con
algunos militantes del Partido Laborista Independiente, de orientación
marxista, que intentaba agrupar la izquierda del laborismo. A Los
días
de Birmania le siguieron dos novelas que reflejaban su
visión
crítica de las expectativas y los ideales de la clase media inglesa: La
hija del clérigo (1935), que narra las peripecias de una
joven completamente sometida a los valores conservadores de un típico
pueblo de la campiña, y Vénciste, Rosemary (1936),
cuyo protagonista es un poeta que intenta rechazar el servilismo al dinero.
El mismo año Gollancz le encargó un libro sobre las condiciones
de vida de los desempleados en el norte de Inglaterra para el Left Book
Club, encargo del que resultó El camino a Wigan Pier,
una narración periodística sobre la empobrecida comunidad
minera de Wigan, en el condado de Lancashire, considerada un obra maestra
del género.
Pocos después de completar El camino a Wigan Pier, fijó su
residencia en una pequeña granja de Wallington, en el condado
de Hertfordshire, y se casó con Eileen O'Shaugnessy, con quien
se fue de viaje a España con la idea de escribir artículos
sobre la guerra civil que acababa de estallar. Seducido por el entusiasmo
revolucionario que vió en las calles de Barcelona, se incorporó como
miliciano a la brigada del Partido Obrero de Unificación Marxista
y combatió en el frente de Aragón, donde lo hirieron. Homenaje
a Cataluña, crónica de estos acontecimientos y la
violenta represión con la que los estalinistas eliminaron de la
escena política a anarquistas y trotskistas, apareció en
1938, pero fue fríamente recibida en los medios intelectuales
de la izquierda inglesa. Tras regresar a Inglaterra, Orwell enfermó de
tuberculosis, un mal que ya no lo abandonaría. Durante una estancia
en Marraquesh en busca de una clima más benigno, dió forma
a una nueva novela, Subir a por aire (1939), donde un vendedor
de seguros se escapa del trabajo, la familia y el sombrío ambiente
del Londres de preguerra para recuperar el mundo de su infancia en el
pueblo natal y descubrir allí que la huída de la realidad
social y el presente es imposible.
Pese
a que había manifestado su oposición a la guerra, sus
convicciones antifascistas lo llevaron a presentarse a filas al desencadenarse
la Segunda Guerra Mundial, pero fue considerado no apto para el servicio.
En una ironía de la historia, la BBC lo contrató en 1941
para las emisiones de propaganda dirigidas a la India. En 1943 dejó la
BBC para trabajar como editor literario de la revista Tribune,
en la órbita del laborismo. Fue en estos últimos años
que escribió las dos fábulas antitotalitarias que le
dieron renombre internacional. Hacia el final de la guerra, su esposa
Eileen falleció de manera inesperada, sin llegar a ver impresa Rebelión
en la granja, publicada en 1945 después de que fuera rechazada
varios editores —entre ellos Victor Gollancz, que había
editado casi todos los anteriores libros de Orwell—, que se sintieron
profundamente
incómodos ante las obvias alusiones del libro a la historia
reciente de la Unión Soviética. En la posguerra, Orwell
participó en diversos foros de intelectuales contrarios al estalinismo
y fundó con Bertrand Russell y Arthur Koestler la Liga de Derechos
Humanos. Gravemente enfermo, escribió 1984, que apareció en
1949. En enero de 1950, a los cuarenta y siete años, Orwell
murió a causa de complicaciones provocadas por la tuberculosis. (S)
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