Estudió el célebre Eduardo Gibbon en una de las principales universidades de Inglaterra, de cuya enseñanza habla él mismo con poquísimo aprecio. Aficionóse sin embargo á los clásicos latinos, y aprendió consumadamente el griego y los idiomas modernos. Dió á luz de muy mozo en francés, y tradujo á poco tiempo en inglés, un Ensayo sobre la literatura, dedicado á su padre, en que manifestó desde luego aquella atinada perspicacia que es el realce distintivo de su obra maestra, la que tradujeron desde luego todas las demás naciones, y que es el objeto de nuestra empresa.
Era de la clase que llaman en Inglaterra de escuderos, que vienen á ser como unos hidalgos de segunda ó menor jerarquía; y hallándose aun en la flor de su edad, fué nombrado diputado de la Cámara de los Comunes. Sobresalían allí á la sazón los eminentes oradores Pitt y Fox, y luego Sheridan, Burke, Windham, etc.; y nuestro Gibbon, con sus ínfulas literarias, prorumpió, por dos ó tres veces, en discursos repentinos, tan poco acertados, que desde entonces enmudeció para siempre en el congreso.
Acongojado con tan amargo desengaño, dejó la Inglaterra, pasó a Paris y luego á Roma, donde ideó su historia, y recojiendo aquella inmensidad de materiales que campean, así en el texto como en las notas, se retiró a Lausana, pueblo de Suiza, donde se vinculó todo en su inmortal intento.
La grandiosidad romana, que abulta aun sobremanera, embarga y asombra la humana fantasía; y los reinos modernos de Europa, Asia y Africa aparecen como meras provincias para los ámbitos inmensos de aquel ajigantado poderío.
Como quiera, dedicóse Gibbon á historiar los acontecimientos espantosos y las interioridades que fueron arrollando el estado entero, hasta aniquilarlo con la toma de Constantinopla por los Turcos. En este espacio de mas de mil años, van asomando naciones diversas en índole, civilización y costumbres; así Persas, Jermanos, Godos, Árabes, etc., todos quedan tan al vivo retratados, que la vista embelesada está presenciando sus personas y sus hechos en aquella galería de cuadros, en aquel verdadero panorama, en aquel anfiteatro pintoresco de mil decoraciones, con las pinceladas y subidos matices que realzan á individuos, pueblos, paises, el universo entero.
Si me es dado manifestar mi opinión acerca de esta obra, la conceptúo absolutamente la mas instructiva y provechosa de toda la literatura antigua y moderna. Moral, política, elocuencia, todo se encumbra hasta la esfera mas eminente que puede abarcar el entendimiento humano.
Quizá no todas las opiniones del autor merecerán la aprobación de algunos; pero el conjunto de obra tan grandiosa y tan sublime triunfará siempre de la censura y de los reparos de lectores mas ó menos preocupados.
Quizás adolece á trechos de la propensión irónica de Voltaire, ajena de la gravedad de un historiador imparcial; pero prescindiendo de este lunar, el raudal siempre grandioso de la narración, los vivos retratos de sus personajes, la filosofía profunda, las contraposiciones poéticas de sus cuadros sublimes, y por fin la elocuencia de sus cláusulas: todo la constituye magnífica, excelente, incomparable.
En Inglaterra, desde su primer asomo, así escritores particulares como periodistas, todos se aunaron para vitorear al autor, calificándolo de «Rey de los historiadores». Pero sea lo que fuere en cuanto al merecimiento mas ó menos cabal de dictado tan esclarecido, parece siempre innegable que la obra sobresale entre las mas eminentes de esta clase.
¡Ojalá que el desempeño del traductor (en el idioma de suyo mas entonado, mas histórico y mas oratorio de Europa) corresponda colmadamente á sus deseos, y ante todo al mérito del orijinal!
Solo falta advertir que la presente traducción se ha hecho de la última edición inglesa por Milman, con las notas de este y de Guizot, segun podrá verse por el prólogo de aquel que sigue á continuación, y enterará al lector del mérito de la obra y del objeto de las anotaciones.
Barcelona 1º de julio de 1842
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