En 1967, en su alocución final ante el Tribunal Internacional que investigó y condenó de manera simbólica los crímenes de guerra estadounidenses en Vietnam, Jean-Paul Sartre empezó su intervención (incluida en esta recopilación de textos de
Saltana en torno al genocidio)
mencionando la novedad de la palabra «genocidio» y al hombre que la había inventado, Raphael Lemkin. Es probable que muchos no conocieran en aquella época el tortuoso camino por el cual este neologismo había terminado por formar parte de casi todas las lenguas, y menos la vida de quien consiguió que los organismos internacionales concedieran entidad jurídica al concepto: un jurista polaco nacido en una granja de la región de Bezdowene en 1900 y fallecido en Nueva York en 1959. Todavía en la actualidad es frecuente atribuir erróneamente la genealogía de la idea de genocidio al Holocausto judío o a la repentina necesidad de encontrar alguna forma de definir los diversos actos de asesinato masivo sistemático perpetrados por el nazismo.
En realidad, tanto el concepto como la palabra se deben a la oscura labor de un hombre desolado ante la deportación y el asesinato en masa de los armenios por parte de los turcos durante la Primera Guerra Mundial, así como ante la matanza de los asirios cristianos en manos de los iraquíes a principios de los años treinta. Lemkin reconoció una larga línea de continuidad histórica en los horrores de las matanzas colectivas y dedicó buena parte de su vida a estudiarlas con el ánimo de impedirlas. De adolescente, había demostrado una asombrosa facilidad para las lenguas, lo que lo llevó a estudiar Filología en la Universidad Johann Kasimir de Lvov. Allí le llamó la atención el caso de Soghomon Tehlirian, el armenio que el 15 de marzo de 1921 había asesinado en Berlín a Talat Pashá, el ministro turco de Interior responsable de la planificación del exterminio armenio. En opinión de Lemkin, resultaba incongruente que se considerara delito matar a un hombre y que, en cambio, no se considerara como tal el hecho de organizar la aniquilación de un pueblo entero. Aquel mismo año, Lemkin abandonó sus estudios de Filología y se matriculó en la Facultad de Derecho. Tras una estancia en Alemania —donde también estudió Filosofía en la Universidad de Heidelberg—, terminó la carrera de Derecho en Lvov y se convirtió en profesor de la Universidad Libre de Varsovia. Durante más de doce años, mientras trabajaba como fiscal (desde 1928) y como secretario del comité encargado de la compilación de las leyes de la recién instituida república polaca (desde 1929), dedicó una particular atención a la investigación histórica y jurídica de los asesinatos en masa.
A finales de los años veinte, Lemkin también empezó a participar en las reuniones de la Asociación Penal Internacional, que intentaba encontrar alguna vía de afianzar el incipiente principio de jurisdicción universal para las normas del derecho internacional y cuyos debates se centraban entonces en la forma de definir los crímenes de guerra y los delitos contra la paz. En 1933, apenas unos meses después del ascenso de Hitler al poder y tras la matanza de Simele —en la que más de tres mil asirios cristianos fueron torturados y salvajamente asesinados por las tropas iraquíes que arrasaron sus iglesias y aldeas—, presentó un informe sobre delitos transnacionales en la Quinta Conferencia Internacional para la Unificación del Derecho Penal, organizada en Madrid por la asociación bajo el auspicio de la Sociedad de Naciones. Dicho informe tenía como título «Los actos que representan un peligro general (o interestatal) considerados como delitos contra el derecho de gentes». Entre otros puntos, Lemkin propuso proscribir a través de un convenio internacional las «accciones de exterminio contra grupos étnicos, confesionales o sociales» y las acciones de «destrucción» de su patrimonio cultural y artístico, descritas como actos «de barbarie» y «vandalismo» que infringían «los principios humanitarios». Fue la primera vez en la historia moderna que, bajo el principio de una jurisdicción humanitaria universal, se intentó tipificar como delitos el exterminio y la persecución de cualquier grupo o colectividad con una identidad distintiva y considerar como punibles los crímenes cometidos con tal fin. Por desgracia, esta más que bienintencionada propuesta no sólo no fue acogida por la Sociedad de Naciones, sino que obligó a su autor a dimitir de sus cargos ante la presión ejercida sobre él por el ministro de Asuntos Exteriores polaco Józef Beck, quien juzgó sus opiniones gravemente perjudiciales para el proceso de reconciliación en curso entre Polonia y la Alemania nazi. Lemkin se vio obligado a dedicarse al ejercicio privado del derecho hasta que, en 1939, tras ser movilizado y producirse la ocupación nazi de Polonia, tuvo que huir a través del puerto lituano de Vilna, al que llegó a pie atravesando el territorio ocupado por el Ejército Rojo, y se refugió en Suecia.
En Estocolmo, Lemkin reunió pacientemente con la ayuda del Ministerio de Asuntos Exteriores sueco una gran cantidad de documentos legales nazis relativos a la Europa ocupada. En 1941, antes de la invasión alemana de la Unión Soviética, se exilió a los Estados Unidos tras cruzar casi todo el hemisferio norte, primero en el ferrocarril transiberiano hasta Vladivostok y luego en sucesivas travesías marítimas hasta Japón y Canadá. Lemkin se pasó el resto de la guerra en Carolina del Norte y Washington, enseñando en la Universidad de Duke y colaborando con la administración Roosevelt. En 1944, publicó los documentos que había reunido en Estocolmo en forma de una extensa compilación acompañada de un análisis de las políticas de ocupación y las técnicas de exterminio de la Alemania nazi,
El dominio del Eje en la Europa ocupada, donde reformulaba las nociones del informe de 1933 como «genocidio», término híbrido que acuñó a partir de la palabra griega
genos («raza» o «tribu») y del sufijo latino
-cidio (del verbo
occidere, «matar»), en analogía con vocablos como «homicidio» o «fratricidio».
La férrea decisión de retomar la iniciativa que se había visto forzado a abandonar en los años treinta hizo que, si bien con muchas dificultades, sus ideas prosperaran tras la conclusión de las hostilidades. Lemkin fue invitado en 1945 a participar en los juicios de Núremberg como asesor del juez estadounidense Robert H. Jackson, pero los vivió con decepción. Estuvo en desacuerdo con el hecho de que no se consideraran punibles los actos inhumanos cometidos por el nazismo antes de la guerra y, aunque el término «genocidio» se menciona en las actas, no consiguió que tuviera más valor que el descriptivo debido a la objección de los fiscales británicos, quienes argumentaron que el vocablo no aparecía en ningún diccionario. Impelido por su extrema preocupación ante el vacío legal frente a lo que había definido como «el fenómeno de la destrucción de poblaciones enteras, de grupos nacionales, raciales o religiosos, tanto biológica como culturalmente», volvió a proponer en la Conferencia de Paz de París de 1946 que se tipificaran una serie delitos contra la humanidad. La propuesta fue rechazada. Tras ello, presentó a diversos países, de nuevo sin éxito, el borrador de su convenio sobre el genocidio. Sin embargo, en diciembre de ese mismo año, sus esfuerzos empezaron a dar algunos frutos: la Asamblea General de las Naciones Unidas condenó en términos genéricos los crímenes relacionados con el genocidio, caracterizado como «rechazo a la existencia de grupos humanos enteros», y fue nombrado, junto con el jurista rumano Vespasiano Pella y el francés Henri Donnadieu de Vabres, asesor de la comisión encargada de redactar un nuevo borrador. Finalmente, tras vencer la resistencia de diplomacias, de gobiernos y de los propios funcionarios de las Naciones Unidas, la propuesta contó con el respaldo de los Estados Unidos y el Reino Unido y pudo tratarse en 1948 en la Asamblea General de las Naciones Unidas, que —aunque sólo parcialmente— la aprobó con el nombre de Convenio para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio.
Los últimos años de la vida de Lemkin estuvieron llenos de sinsabores. En Núremberg descubrió que había perdido a casi la totalidad de sus numerosos familiares, de origen judío, debido al Holocausto: algunos en el gueto de Varsovia, los demás en marchas de la muerte y campos de concentración. Los únicos supervivientes fueron la familia de su hermano, que logró sobrevivir a un campo de trabajos forzados soviético. Nunca regresó a Polonia. Pese a ser propuesto para el Premio Nobel de la Paz en 1950 y 1952, no consiguió que ninguna editorial estadounidense publicara su
Historia del genocidio, alegando que el tema carecía de interés. Además, vio cómo el Senado estadounidense se negaba a ratificar la Convención que el país había votado favorablemente unos años antes en la Asamblea de las Naciones Unidas, una decisión que no se revisaría hasta 1986. Poco antes de fallecer, exhausto y en la pobreza, Lemkin escribió una autobiografía, donde recordaba la impresión que ya le había producido en la infancia la eliminación de grupos enteros de población:
En mi niñez, leí Quo Vadis de Henry Sienkiewicz, un relato fascinante sobre el sufrimiento de los primeros cristianos y el empeño de los romanos en destruirlos sólo porque creían en Cristo. Nada ni nadie podía salvarlos (...) No fue sólo la curiosidad lo que me llevó a buscar en la historia ejemplos similares, como el caso de los hugonotes, los moros en España, los aztecas en México, los católicos en Japón, o innumerables razas y naciones bajo Gengis Jan. El rastro de esta inanerrable destrucción conducía en línea recta a los tiempos modernos, hasta el umbral de mi propia vida. Me quedé asombrado por la recurrencia del mal, por las enormes pérdidas de vidas y de culturas, por la desesperada imposibilidad de revivir a los muertos o consolar a los huérfanos y, por encima de todo, por la impunidad en la que fríamente se apoyaban los culpables.
El informe que aquí presentamos constituye, pues, el primer texto del siglo XX donde un jurista propone criminalizar la eliminación de un grupo por razones étnicas, religiosas o sociales, así como la destrucción de obras artísticas y culturales en razón de su adscripción a una colectividad. También contiene algunas otras consideraciones interesantes desde un punto de vista actual, como el rechazo a que el terrorismo pueda tipificarse como un delito transnacional por el carácter ambiguo del fenómeno, dado que lo que se considera como tal puede variar de un Estado a otro.
En la actualidad, medio siglo después de la aprobación del Convenio para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio, más de una veintena de Estados, entre los que se cuentan los Estados Unidos y China, siguen manteniendo reservas a partes del mismo, en particular en lo que concierne a admitir la jurisdicción de un tribunal penal internacional. Las enormes dificultades para la aplicación del Convenio en este último medio siglo han sido manifiestas: la primera condena por el delito de genocidio por parte de un tribunal penal internacional no se produjo hasta 1994, después de que las fuerzas militares y civiles de origen hutu exterminaran a unos 800.000 tutsis en el contexto de la guerra civil ruandesa.
(T)