Saltana Agustí Bartra, escritor y traductor en el exilio Revista de literatura i traducció A Journal of Literature & Translation Revista de literatura y traducción
Si, en ese universo virtual con ilusión de infinito o cosmología cibernética, el buscador Google, tecleamos la secuencia «Exilio y Traducción», aparecerán únicamente tres resultados; si escribimos «Traducción y Exilio», uno; si «Exile and Translation», once; si «Translation and Exile», cuatro. No merece la pena continuar buscando, máxime cuando ninguno de los 19 resultados trata, en realidad, del tema indagado, sino que únicamente aparece la secuencia buscada como sintagma coordinado en textos que tratan, todos menos uno, de otros asuntos. Ni se les ocurra repetir las búsquedas cambiando los términos «Traducción» y «Translation» por «Literatura» y «Literature»; ya les anticipo los resultados: un total de 395, entre los cuales, obviamente, encontrarán un curso de Literatura Comparada en el doctorado de la Universidad de Sevilla, varias referencias al libro de Claudio Guillén El sol de los desterrados (1995) y, en Cervantes Virtual, la Biblioteca del Exilio, algunas bibliografías y el trabajo que está llevándose a cabo en la Universidad Autónoma de Barcelona bajo la dirección del profesor Manuel Aznar Soler.(*) No deja de resultar llamativo que en ninguno de los volúmenes de actas de estos congresos, en los que se reservan apartados monográficos para la narrativa, el ensayo, la autobiografía y memorias, la poesía o el teatro, también para las editoriales y para los epistolarios, en ninguno de dichos apartados de estos ni de otros volúmenes se habilite un espacio para la traducción y los traductores literarios. A mí, al menos, me ha resultado muy llamativo: Exilio y Traducción, sintagma que no es igual que Traducción y Exilio, pues —en esta ocasión— el orden de los factores sí altera el resultado.


I

Si hablamos de Traducción y Exilio, y nos ceñimos a la historia literaria española, pronto caeremos en la cuenta de que se trata de un fenómeno más o menos reciente. Podremos remontarnos a los casos históricos de los erasmistas, iluminados o calvinistas que, en nuestro Siglo de Oro, tradujeron la totalidad o partes de las Sagradas Escrituras: por ejemplo, Casiodoro de Reina y Cipriano Valera, autores de la Biblia del Oso, impresa en Basilea en 1569.

Si hablamos de Exilio y Traducción, sea aquél debido a causas personales, políticas o religiosas, tendremos que convenir que históricamente, al menos desde Leandro Fernández de Moratín y los liberales perseguidos tras la guerra de la Independencia, fue el exilio causa principal de muchas de las dedicaciones a la traducción literaria. También, obviamente, durante el periodo que va de 1939 a 1975 y, especialmente, en las primeras décadas de dicho periodo.

Es esta segunda alternativa, la de Exilio y Traducción, la que aquí me interesa tratar; de hecho, ya en mi Aproximación a una Historia de la Traducción en España (Madrid, Cátedra, 2000), al referirme al estudio de las traducciones al español realizadas entre 1939 y 1975, demandaba una distinción entre las traducciones realizadas por autores españoles en la Península y las realizadas por autores españoles en el exilio. Quienes se interesen por la relación entre traducción y censura saben cabalmente la magnitud del tema.

Pero cuando se trata de Exilio y Traducción ni podemos ceñirnos a una literatura, ni a una lengua ni a un espacio, pues, en realidad, estamos apuntando a una categoría esencial y primigenia del mismo acto lingüístico que llamamos Traducción: la traducción implica siempre, de un modo u otro, un arte o una experiencia personales del Exilio. Escribía en mi libro: «El exiliado no sólo lo es porque su entorno físico ha cambiado o porque la materialidad de su vida debe ser reordenada, como en nuevo nacimiento; el exiliado puede ser un transterrado por partida doble: por un lado, de su país; por otro, de su lengua […] [Las traducciones] son también la vía que reintegra al transterrado su identidad lingüística y, desde este punto de vista, la ilusión de comunicarse con aquellos que hablan su misma lengua. Es más, en el caso de la traducción, el paso de un texto de su lengua original a la del traductor en el exilio supone vencer ilusoriamente las resistencias de su condición física; la traducción cumple, de este modo, con un fundamento cuasi alquímico que restaura a quien padece exilio (escritor o lector) el orden de lo natural».

Si el exiliado o el transterrado es un individuo al que se priva de la identidad jurídica, donde leemos exiliado o transterrado podemos entender siempre, de modo absoluto o relativo —permítaseme el neologismo— translinguado. Una de las expresiones literarias más certeras de dicha condición la plasmó el ilustre liberal José María Blanco-White, desde su exilio británico, al traducir estos versos de Ricardo II de Shakespeare que tituló, como si de poema autónomo se tratase, «El idioma nativo»:

Si algo he merecido
de parte de mi Rey, no es la amargura
de ser así arrojado al ancho mundo.
El idioma patrio que he aprendido
más de cuarenta años, me es inútil
de hoy en adelante. ¿Qué es mi lengua
ya para mí sino harpa destemplada
o instrumento sonoro puesto en manos
no acostumbradas a pulsar sus cuerdas?
Con doble cerco habéisla aprisionado
en mi boca, Señor; y la pesada,
la estúpida, la estéril ignorancia
le dais por carcelera.

En un contexto cultural de censura institucionalizada como mecanismo de control, la traducción siempre es, de un modo u otro, un discurso articulado de la resistencia. En unos casos la censura se instala como interruptor de dominio ideológico en un marco territorial, cultural o lingüístico, y en estos casos la resistencia se manifiesta tanto en los exilios forzosos que propicia la censura como en la escritura traducida que, circule o no por el ámbito vedado, suele ser discurso de respuesta a un estado de cosas extraliterario y extracultural, cuando no aliterario y acultural. Me refería antes a los traductores bíblicos y la persecución inquisitorial, pero el discurso de contestación (esto es, en nuestro caso, el texto traducido) puede ser también cercenado en alguno de sus elementos por el propio traductor. Suelo recordar, en este sentido, la famosa traducción de Hamlet realizada por Moratín en Inglaterra en 1793. Dejando a un lado que Moratín tradujo la obra en prosa y que no tenía mucho conocimiento (más bien casi nada o muy poco) de la lengua inglesa, en el Acto III, Escena II, poco después del famoso monólogo hamletiano, el príncipe debe continuar su indagación y fingirse loco, de modo que, entre otras perlas, le suelta la siguiente a la sufrida Ofelia: «Es una idea suculenta reposar entre las piernas de una doncella»; la dama le pregunta: «¿Qué queréis decir, señor?», y Hamlet responde: «Nada». En la traducción de Moratín (que ha sido reeditada incluso en afamadas colecciones de libros de bolsillo), se lee:

HAMLET.- ¡Qué dulce cosa es…!
OFELIA.- ¿Qué decís, señor?
HAMLET.- Nada.

En una de sus notas, el dramaturgo español metido a traductor aclara que la razón de sus puntos suspensivos es que considera el resto de la frase indigna de ser impresa, con lo cual alivió de trabajo a los censores inquisitoriales que todavía se aplicaban con celo sobre los textos literarios y, de paso, hizo de Hamlet no el príncipe dubitativo o la split-personality que subrayan los manuales sino, por la vía rápida, un idiota y, de paso, el texto es una reescritura sutil pero de tales consecuencias que deja sin sentido todo el parlamento de los dos protagonistas.

Ante situaciones como éstas, prácticas de traducción semejantes e irresponsabilidades culturales de tal índole, uno se remonta necesariamente a Babel para recordar, y recordarse, que su castigo no fue la división de los hablantes sino que hablar lenguas distintas supuso, inevitablemente, el Exilio. Antes de Babel no existía tal dimensión del Exilio, pues, no lo olvidemos, cuando se glosa sin descanso este episodio del Génesis siempre se recuerda la parte de la confusión lingüística pero nunca o casi nunca las palabras con que termina este episodio: «Se le dio el nombre de Babel, porque allí fue confundido el lenguaje de toda la tierra, y desde allí los esparció el Señor por todas las regiones». La maldición de Babel no fue tanto la incomunicación, como egoístamente creemos los que nos dedicamos a las lenguas, cuanto la invención del Exilio que, como dije, no es en esencia un asunto territorial sino pura y principalmente lingüístico.


II

Asumida, pues, la condición de expulsados del territorio mítico monolingüe, y si revisamos la Historia de la Traducción como la Historia del Exilio, aquélla nunca ha estado o está al lado del poder sino que pretende ser una restitución de la unidad originaria o, visto desde la perspectiva de lo político, un propuesta de corrección de aquellos discursos que son pura y llanamente tautología. Como escribiera Steiner, un especialista en la aplicación misma de esta cita: «En la poética, en la filosofía, en la hermenéutica, la obra que vale la pena se gesta las más de las veces contra la corriente y al margen». En el margen se escribieron, en su día, las glosas emilianenses, y contra la corriente tradujo —conocido es— fray Luis de León, contra la corriente que quiso imponer el misterio del verbo, que el ser humano sólo participase de la forma pero no del sentido y que, por lo tanto, toda interpretación —toda lectura— fuese sin más herejía.

Mas si se estudia la Traducción en el Exilio como resultante de una lógica causa-efecto, donde la causa es el Exilio y la consecuencia la Traducción, debe descenderse forzosamente de toda altura metafísica y del placentero juego filosófico de salón y considerar, en toda suerte de coordenadas, los marcos históricos, intelectuales, editoriales y personales en los que se inscriben las obras traducidas en el exilio y sus traductores. Es obvio que todo movimiento comunicativo, y la traducción lo es, implica la búsqueda de un receptor; pero no menos cierto es que las circunstancias vitales gravitan sobre la escritura, se posan en ella, la zarandean o, simplemente, reescriben nuestra escritura. La Traducción en el Exilio, lo sabemos, deriva en algunos casos de la actividad desarrollada como profesor: valgan aquí el ejemplo de Luis Cernuda y las versiones de poemas ingleses insertos en sus ensayos o el de Jorge Guillén, que se autotraduce a la lengua inglesa en su famosa serie de conferencias norteamericanas Language and Poetry, que se imprimirán primero en dicha lengua y luego en la propia del poeta.

En otros casos, la traducción es, sin más, un medio de vida, una parte de la actividad profesional y/o editorial del exiliado, tanto sea en la modalidad de traducción por encargo como en la de aquellas versiones que se realizan como restitución, esto es, como testimonio de la afinidad estética que el traductor siente por lo traducido o por el traducido. Quisiera traer aquí, como ilustración, los nombres de dos mujeres del exilio republicano: Ernestina de Champourcín, traductora de Bachelard, Eliade, Anaïs Nin o William Golding, y Rosa Chacel, traductora de Eliot, Racine y Camus.

Y cuando se habla de la Traducción en el Exilio, en su vertiente de Exilio y Traducción, y puestos a descender en consideraciones, deben tenerse en cuenta cuestiones tan elementales como la calidad de los originales, las posibilidades de cotejo de ediciones y de otras versiones anteriores, los recursos bibliográficos y, por supuesto, ese íntimo enemigo del traductor que es el tiempo, su escasez. Aquí me gustaría recordar unas palabras que no por inquietantes dejan de ser bellas: las escribió Ernst Robert Curtius en el prefacio a la primera edición de su enciclopédica obra Literatura europea y Edad Media latina, impresa en 1948, y que en la versión de Margit Frenk y Antonio Alatorre dicen así: «No ha estado a mi alcance la literatura científica extranjera de los años de la guerra y postguerra. Además, desde 1944 una parte de la Biblioteca de la Universidad de Bonn está inutilizada, y otra fue incendiada durante un bombardeo. De ahí que más de una cita haya quedado sin cotejar y más de una fuente sin revisar».

También, en tal descenso conceptual a los infiernos del Exilio, debe contemplarse la tantas veces conflictiva relación (en el plano cultural o en el doméstico) que el exiliado establece con las lenguas, con la suya y con la del país de acogida: proverbial es el caso, sin salirnos del siglo XX, de Juan Ramón Jiménez y el inglés; pero tampoco debe ignorarse que la propia lengua queda reducida en muchos exiliados a lengua familiar o a puro valor de cambio profesional o, rizando el rizo, puede pensarse en las contradicciones y paradojas de los hablantes y escritores de la lengua catalana, pongo por ejemplo, en Europa, o en México, su condición de doble exilio lingüístico, su dedicación a la escritura de versiones en español de obras extranjeras.

Por otra parte, todos los escritores exiliados tienen dos obras y algunos tres: la anterior al exilio, la realizada en el exilio y, en algunos casos, la posterior. La obra en el exilio dispone, cuando ocurre, de canal de difusión propio, sufre —cuando la sufre— la censura y, si difíciles son de recuperar para su reedición las obras originales, mucho peor es lo que ocurre, en general, con las traducciones.

Más. Puestos a preguntarnos por enigmas, ¿qué literatura se ve completada por la labor de los traductores exiliados en Hispanoamérica tras la Guerra Civil española? ¿La del país de acogida? ¿La del país de nacimiento, si se salva la censura o se pacta implícitamente con ella? ¿Establecen las traducciones un puente entre las literaturas nacionales hispanoamericanas y la peninsular o, por el contrario, subrayan la propia censura y sus efectos y denuncian el atraso que padece la literatura peninsular en lo que respecta al conocimiento de obras y autores extranjeros?


III

Hasta aquí vengo defendiendo, con mayor o menor fortuna, que el Exilio es el texto o la lengua de partida y que el regreso es el texto o la lengua de llegada; que la traducción reafirma, en esencia, dos condiciones, la del Exilio y la del Habla; que el Exilio entraña una cierta —por verdadera— insularidad; que el Exilio puede insularizar el habla (y la escritura), pero también convertirlas en útiles de la supervivencia (artículos periodísticos, conferencias, presentaciones, prólogos, traducciones…, esto es, «encargos») y que en estos casos la escritura pasa, en determinadas condiciones, de ser arte estético a arte utilitario o práctico. Para aliviarnos un poco de todo lo dicho hasta ahora, recomiendo visitar de vez en cuando ese monumento literario a la ironía sazonada de inteligencia y de crueldad que es el Diccionario del Diablo de Ambrose Bierce. Si buscamos la definición que de «exiliado» da el escritor norteamericano, leeremos: «Individuo que sirve a su país viviendo lejos de él, y sin embargo no es embajador». Por su parte, George Steiner —quien junto con Harold Bloom— casi siempre tiene la última palabra cuando se trata de la Literatura, tomando a Nabokov como emblema del siglo pasado, que afortunadamente ya pasó, escribe en Extraterritorial: «Un gran escritor, a quien las revoluciones sociales y las guerras expulsan de lengua en lengua, es un símbolo cabal de la era del refugiado».

Quizá los dos textos más bellos y precisos sobre el exilio o la translinguación que se han escrito en nuestra lengua, si no los únicos, son el libro de Claudio Guillén, El sol de los desterrados (Barcelona, Sirmio), y un breve artículo de Luisa Futoransky («La melancolía de las panteras negras», Verba Hispánica, núm. V), ambos de 1995. Para Guillén, en el Exilio —escribe— «es todo un conjunto semiótico lo que está en juego»; para la argentina, «Traducción y Exilio siempre son sinónimos de pérdida». Guillén, apelando a nuestro Siglo de Oro, tiempo en el que se escribió todo en nuestra lengua, copia estos tercetos de Enrique Gómez, poeta hoy olvidado:

Dejé mi albergue tierno y regalado
y dejé con el alma mi albedrío,
pues todo en tierra ajena me ha faltado […]

Hallé mi cuerpo convertido en uso,
que el que muda de patria decir puede
que a mudar de costumbre se dispuso […]

Hablo y no me entienden, y esto siento
tan sumamente que me torno mudo,
barriendo sin fe mi entendimiento […]

Dos preguntas últimas. Primera pregunta: ¿dónde se ubican los estudios de Literatura Comparada cuando se trata de la relación entre Exilio y Traducción, máxime cuando es éste un proceso cultural más que podría servir como pilar de la negación de las literaturas nacionales? Segunda: ¿y los hipercorrectísimos (políticamente) estudios poscoloniales? Como diría Jorge Manrique, ¿qué se fizo dellos?
NOTA
(*) Los resultados de Google eran todavía los que se mencionan en la fecha de la edición de este artículo para Saltana, diciembre de 2007. El presente texto es un extracto corregido de la conferencia pronunciada en las XI Jornadas en torno a la Traducción Literaria celebradas en Tarazona (Zaragoza), en octubre del 2003, y publicada después en formato papel con el título «Voces de la razón muda. Dos traductores del exilio: Agustí Bartra y Juan Ortega Costa», en Vasos comunicantes, 27 (invierno de 2003), pp. 51-59; y también en Boletín Editorial de El Colegio de México, 106 (noviembre-diciembre de 2003), pp. 12-20.
Derechos de autor Agustí Bartra, escritor y traductor en el exilio